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Y me miro

en el espejo que tengo en el baño
y abro la puerta del otro lado,
en el que está el otro,
al que no le va ni mejor ni
peor que a mí,
aunque sí distinto,

y le digo

“buenos días” y soy sincero.

Él tiene puesta la radio como yo
y se está cepillando los dientes mientras
yo me afeito
y tiene una importante
calvicie en potencia -de lo que
yo, de momento, aún me libro-
y no está de buen humor
porque no quería levantarse
ni mirarme directamente a la
cara tan solo por que yo,
por las mañanas,
trabajo y debo despertarme
temprano.

Estamos en la barra

de un bar, pidiendo algo,
cuando entra aquel al que
llamamos Pedro, y
decimos

“¡coño, Pedro, cuanto tiempo!”

Y él parece alegrarse y nos
invita a un vino. Toma una
servilleta y nos regala con un poema,
como en los viejos tiempos.

Y fuera de aquí todos sabemos
que Pedrito es panadero, que yo soy
comercial y que Luis es administrativo,

pero eso no importa ahora, porque
es mi turno y
voy a cortarles el aliento
con unos fantásticos versos,

porque, aunque se empeñen
todos, nosotros seguimos siendo
aquellos que iban a ser cualquier
cosa menos lo que acabamos
siendo.

Sobretodo era eso

y nada más. Sobretodo
era el café de la mañana con el
televisor como presencia
insoslayable,
sobretodo tu mirada perdida
en él día tras día
y día tras día el último beso,
el “hasta la tarde” del
definitivo momento
en el que cogías la puerta
junto con el bolso
y te ibas,
sobretodo la misma
soledad incomprensible,
la misma desazón en la boca
del estómago,

sobretodo el mismo cansancio
de luego, la misma cena,
el mismo televisor de nuevo
justo antes de dormirnos
para aparecer sin pausa
con el café y la pereza
enmarcados en el mismo instante
de la mañana.