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arder

1.

El hombre en la parada del autobús
espera. Aún es temprano.

El sol es lúcido, pinta las cosas claras.
Él ve las cosas claras, al menos.

No termina de comprender qué.
Qué en absoluto.

No termina de sentirse en ello.

2.

Abre los ojos. Se ha dormido un rato.
Comprueba que no se ha pasado su destino.
Sabe que no, por otro lado. La costumbre.

Se ha caído el maletín al suelo,
entre sus pies.
Lo recoge, gruñe.
El autobús está lleno de gente muerta
de sueño que empieza el día con profusión
de perfume.

El perfume, el maquillaje, la loción de afeitado,
el traje, la corbata, los zapatos lustrosos,
las flores,
todo ello es siempre síntoma de que hay
algo detrás que necesita no ser olido.

O quizá todo lo contrario.

Parece difícil saberlo tan temprano.

3.

Entra por la puerta con la sensación
conocida
de no estar haciendo lo que debería.
Es el pan,
el ajo,
la carne
y el pescado.
El devenir cotidiano.

Los críos, el cole. La casa.
Las facturas. La condena de la luz,
el teléfono, internet, los plazos.

Todo dicho cien veces de cien
modos diferentes.

La condena de la vida entera
pidiendo todo
de forma constante,
exigiendo,
cubriendo los huecos de un modo
inevitable.

¿Quién será, quién sería?
Quién sabe. Él no lo sabe.
Cree tener alguna idea,
pero no lo sabe.

Es imposible que pueda hacerlo.

Se encoge de hombros y entra, espera
la cola del ascensor, que irá lenta.

4.

Se quita los zapatos, todo en calma.
Enciende un cigarro que ilumina su cara.
Podríamos decir que una lágrima
hace algo en su mejilla,
tendría su efecto poético.

Pero no llora. Simplemente mira
la cabeza brillar y atenuarse
mientras inspira, espira.

La cabeza no hace otra maldita cosa.
Al tipo le duelen fuerte los pies.
Una esquina del maletín le hizo daño
en el empeine. La luz entra,
la luz se va, el humo sale,
rápido, ascendiendo haciendo volutas.

Con pequeños detalles que enriquecen la escena,
pero sin poder negar el hecho de que es
más o menos como más o menos siempre.

Tira la ceniza al cenicero que
ha colocado en su regazo.
Ha abierto la ventana para que
no se acumule el olor, para que se
vaya rápido. Un click del ambientador
después.

Así son las cosas. Las de los olores.
Tendemos a tapar unas cosas con otras.
El día con el cigarro, la noche con
el café, las horas con los minutos
en los que respiramos.

Tira la ceniza a la basura, moja la colilla en
el grifo del fregadero de la cocina. Después
se va a la cama deprisa, mientras aún arde.

de fondo

No era tan complicado
no decir nada:

No tenía misterio.
Ni casi fuerza, ni
la brutalidad casera
del buenos días
anodino,
el «te quiero» resorte,
pregrabado en pequeñas muescas
en los dientes
desde los que
la lengua
arranca
el trino.

¿Dime? Por la tarde. Después. Paso yo a por los huevos, te recojo desde allí y ya vemos. A ver si recuerdo sacudir la alfombrilla, que sigue llena de tierra. ¿Enchufar el ambientador no estaría de más, no?, no creo que vaya a perfumar desde dentro de la caja. Creo que lo dejé en la mesa, debajo del cenicero, para que no se volara. Hace tiempo que no le veo. ¿Llego la carta del ayuntamiento? Seguramente el viernes, pero tengo que llamarle primero, que no nos pase lo de siempre. Nah, ya le dije que no era posible, que si le cambio el día al final me va a tocar a mí librar un martes o un miércoles, ¿y para qué quiero yo eso? Te lo diré el jueves. Un beso. Cierra tú que mi llave va fatal, no le des la última vuelta que un día me quedo fuera.

Era tan sencillo
no decir nada
que había que hablar todo el tiempo
para no perder el equilibrio.

volviendo a las piernas

Trajiste las piernas

pese a que, al menos cien veces,
te había reconvenido en contra. Las
palmeras, las hojas, la primavera
contra tu cara pegada de sudor tierno y seco.

Dos veces cien habíamos entrado
al mismo sitio, siempre el mismo.

«Es que (pausa) aquí (pausa) las tazas son más bonitas».

Yo suspiraba, porque no entendía nada
de nada de nada, como en un suplicio
desorientado enfilando hacia el centro
de tu alma, borrosa y estancada
en días iguales
—que no podían ser más que
iguales—,

porque no teníamos dinero para ninguna otra cosa.

«El dinero no importa», me decías.

Y yo te miraba como si estuvieras tonta,
o pensando que lo estabas, o sintiendo que ya
te había dejado atrás, me había ido
hacia delante y tu te habías quedado buscando algo,
entretenida con no sé qué cosa
y yo
sin darme tampoco cuenta
estaba lejos en el siguiente ciclo de la autopista.

Las tazas eran jodidamente bonitas.
Pero eso no pude comprenderlo hasta mucho más tarde.
Cuando la mejor y la única forma de estar contigo y
abrazarte y sentirte cerca ya era mirar

una fotografía digital, escondida en carpetas
dentro de carpetas, como una mancha o
una vergüenza,

una fotografía de uno de tantos de aquellos días
en la que tú sonreías
con una de aquellas tazas estúpidas en la mano,
estúpidas y bonitas,
y yo, ya entonces al otro lado de la cámara,
detrás de la realidad que es lo que captura la
fotografía,
seguramente bostezaba o me aburría o te odiaba
o estaba buscando la manera

de escaparme a dar una vuelta.