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alicia se preguntaba qué había al otro lado del espejo

Me enseñó a conducir un profesor de autoescuela que era como Ray Liotta con el pelo rapado y algo de sobrepeso. En realidad podía haber sido fisicamente como quisiera y se hubiera seguido pareciendo a Ray, porque tenía la misma mirada, esa que se mantiene independientemente del gesto que tenga tu cara y rezuma mala ostia, tensión y brutalidad, frialdad y decisión inmutable. Me miraba para decirme que había conducido muy bien durante la clase y yo no podía evitar pensar que acto seguido me iba a moler a golpes con un bate de beisbol, y a tirarme en cualquier cuneta vacía para después salir quemando ruedas mirando a los lados intentando localizar algún posible testigo. Un tipo asi no dejaría huellas, más que en el asfalto.

Supongo que no lo tuvo fácil, ese tipo de miradas siempre te traen problemas. El tipo tenía tatuajes en los nudillos que nunca tuve el valor de mirar lo bastante para saber qué decían, así que supongo que a él en algún momento tampoco le dio por ponérselo fácil a los demás. Me dijo su nombre pero no lo recuerdo, me esfuerzo y me esfuerzo y no puedo recordarlo. El caso es que el tipo tenía una paciencia infinita y algún problema de asma, porque siempre estaba tranquilo a mi lado respirando entre pitidos que le salían del fondo del pecho, no de la nariz ni de la garganta. Algo no funcionaba del todo bien ahí dentro. Como esa mirada me ponía tenso de cojones yo no dejaba de decir estupideces todo el tiempo, intentando ganármele, y él se carcajeaba entre pitos y falta de aire y se ponía rojo, lo que hacía que sus ojos brillaran más aún. Ni siquiera en esos momentos la fría determinación que irradiaba desaparecía, esas pupilas inexcrutables que lo mismo podían estar pensando en demolerte el hígado a puñetazos o en prepararse un sandwich con mostaza. No había forma de saberlo.

Y yo iba a mi clase mitad acojonado y mitad intrigado, porque supongo que a todos nos gusta ver el peligro de cerca cuando queremos pensar que no tiene nada que ver con nosotros, que no va a afectarnos. Nos atrae. A mí me atrae, al menos. Me montaba en el coche, saludaba, colocaba los espejos, arrancaba, quitaba el freno de mano, me ponía el cinturón y salía. Le preguntaba “¿por dónde?” y él respondía que ya me iría diciendo. A partir de la cuarta o la quinta clase pareció decidir que la cosa estaba bien y se limitaba a mirar por la ventanilla, con el codo apoyado en el tirador y la mano bajo la barbilla, y yo paseando a Ray por donde me apetecía en medio de una ciudad dormitorio en la que lo más interesante que podías observar era la forma en la que el agua intentaba pasar por el agujero de las alcantarillas. Esas semanas que pasé con él siempre llovía. Aprendí a conducir como un capitán de barco. Así que yo tenía un A3 nuevecito bajo mi culo y la posibilidad de ir a donde me diera la gana y aún así seguía intrigado por el tipo que tenía al lado. Eso era lo que me carcomía. Después de años queriendo conducir cuando por fin tuve la oportunidad me encontré con que me interesaba más otra cosa. No me dejó disfrutar ninguna maldita clase.

Una vez, en un semáforo, le pregunté cuanto tiempo llevaba como profesor de autoescuela. Giró la cabeza y me miró sonriendo unos cuantos segundos, para después volver a girarla hacia su ventanilla sin decir nada. Y sin decir nada lo que me dijo fue “me pagan lo suficiente como para estar aquí sentado contigo jugándome la vida si te da por reventarme contra algo, pero no lo suficiente como para nada más”. Me puso tan tenso que me tiré la siguiente media hora diciendo una estupidez tras otra, arrancándole pitos como palomitas crepitando en su pecho. Después de ese tiempo me miró otra vez con su media sonrisa y, quitándola, dijo “para”. Sus ojos decididos perfilaban la intensidad real del comentario. Y yo me aferré al volante como si fuera mi tabla de naúfrago en medio del mar y con toda una muerte invisible pero cierta debajo. El peligro no parece tan atractivo cuando te apunta. No lo parece en absoluto.

En el primer examen práctico suspendí porque una furgoneta me tapó un semáforo en rojo. O porque no lo vi. Vete tú a saber ahora lo que es cierto y lo que es reconstrucción alegórica salvaculos de ego. A mí me jodía, por un lado, haberle defraudado, no poder dejar de ir a las clases que me estaban costando una pasta por otro, y no querer dejar de ir a las clases que me estaban costando una puta pasta, por su culpa. Yo ya sabía todo lo que tenía que saber sobre conducir a esas alturas, todo lo que sabe cada uno que aprueba el examen, que es prácticamente nada. Pero de él sí que seguía sin saber nada en absoluto.

Fuí el único que suspendió de los cuatro que íbamos en el coche. El camino de vuelta fue una dura tontería porque los demás no querían celebrar demasiado el haber aprobado por si me jodía. A mí me jodían otras cosas. A mí me jodían ellos, como rumor de fondo detrás de lo que verdaderamente jodía, intentando ser correctos y educados. La vida se celebra celebrando la vida y no haciendo el tonto de los cojones, y yo ya sabía lo que necesitaba. Tarde o temprano el papel sería mío.

En la siguiente clase, al final, Ray se giró hacia mí cuando me despedí y me dijo “eres el único que merecía realmente haber aprobado ese examen, no te lo tomes muy a pecho”. Y me largué de aquel coche pensando que sin darme cuenta había conseguido atravesar algún tipo de coraza o de defensa, de haber roto algo que liberaba algo más. Pero cuando al día siguiente le pregunté si el coche era suyo o de la autoescuela, si era autónomo o asalariado, volvió la media sonrisa y el silencio seguido de ventanilla. Esa nada tan charlatana.

A la semana siguiente me volví a presentar y aprobé. Aprobamos todos, de hecho, incluso una tipa que era un desastre y tenía el record de convocatorias de la autoescuela. En el coche a la vuelta todo fue distinto.

Bajamos al llegar y nos despedimos. Ray me dio la mano con un apretón duro y me dijo “enhorabuena”. Ray con sus ojos como dos diamantes fríos y opacos en los que nunca fue posible adivinar nada. Le di las gracias y me piré al bar del barrio a perder la consciencia para celebrarlo. Había pedido el día libre en el curro y no pensaba permitir que nada me impidiera morir un poquito.

Intento recordar el nombre pero no lo consigo. Me esfuerzo y me esfuerzo y no puedo recordarlo.

una foto

Para la primera reunión y la primera foto, algo íntimo, solos los dos y un par de consoladores, vestuario diverso, algunos litros. Cuando le da la gana la vida se desliza y ronronea como una gata mimosa.

“¿Qué es lo que más deseo? Follarte a ti y a todas hasta quedarme sin aliento. ¿Para qué?, no tengo ni puta idea. Es más, lo desconozco tanto que tampoco tengo ni puta idea de qué hacer con ello, ni la tendría si realmente se hiciera hecho, o de qué hacer después o mientras tanto.”

Eso deambulaba en su cabeza mientras entró por la puerta.

Misma casa, mismo desorden, misma Ikea por todas partes, las mismas pintadas en las paredes, cerveza fresca, recién ahuecada, recogida de cebada limpia de campos eternos que nunca empiezan ni terminan y nunca tienen a un tipo diciendo “eh, que esto se ha acabado” dentro.

A las diez de la mañana de un domingo es difícil empezar con cervezas y no sentirse afectado. No sentir que el mundo tiene algo que es un regalo en el que han equivocado el destinatario, no sentir que es lo que es sin más, sin miedo a represalias.

No oler la trampa, no intentarlo al menos. No preguntarse dónde está la letra pequeña, el cepo que te va a condenar de una vez y para siempre a un resto de tu vida compuesto de miseria y mugre a partes iguales.

Así que entra por la puerta y ella está igualmente desnuda y sonriente, y sobre la mesa un par de vasos significativamente limpios en los que vierte ámbar con espuma a partes iguales porque no tiene ni idea de cómo hacerlo bien. Pero eso poco importa.

Él sonríe, alucina y sonríe, se despereza y sonríe, abre la boca y sonríe. La escucha hacer el plan de hoy para la primera foto y sonríe, mientras su cabeza está a millones de kilómetros de allí viendo la escena desde tan lejos que no tiene ningún sentido para él. Levanta el vaso y la cara y parece que sus ojos están mirando hacia delante, pero en realidad están invertidos hacia dentro, ahondando dentro. Escavando hacia dentro y preguntándose qué es todo esto al fin y al cabo. Viendo el encuentro desde millones de kilómetros a través de su cabeza, que no puede hacer más que ordenar a sus manos que acerquen y a su garganta que trague y a sus labios que sonrían y sonrían y no hagan nada más que sonreír a ver si el cervatillo se va a largar por una pisada sonora en la hierba a destiempo. Eso es lo que suelen hacer los cervatillos, sin duda.

Ella está maravillosamente compuesta de brazos y tetas y mejillas y un ombligo estupendo que es otra boca fagocitando hierro. Hay más bocas, y están todas presentes. No falta ninguna.

El hierro debe ser fagocitado siempre y en todo caso. Prioridad al hierro. Prioridad a las manos que lo tocan.

Él sigue como en un sueño cuando se levantan y van al dormitorio, y ella se viste y se desviste intentando encontrar lo que busca. El efecto deseado.

Su mente, desde una galaxia remota, le ha ordenado calibrar la cámara y él se esfuerza en concretar una apertura de diafragma y un tiempo de exposición que concuerde adecuadamente con la luz. El tema de quedar por la mañana era la luz natural. Es consciente. Su mente, desde otro universo paralelo en el que determinadas cosas no suceden gratuitamente, se esfuerza por cerrar los parámetros de una foto perfectamente iluminada. Así son las cosas. Ese es el esfuerzo. Periódicamente vuelve al salón a por más cerveza para intentar descentrar todo tanto que aparezca perfectamente centrado al otro lado del caos.

Donde se juntan las paralelas y el caos se convierte en un lugar ordenado en el que estar.

Donde toda la locura inimaginable se transforma en la materia de la realidad.

Al otro lado. El hierro no huele a nada. Son nuestras manos las que huelen a metálico después de entrar en contacto con él, y sólo porque decidimos por la experiencia que ese es un olor a metálico. Es una sustancia de nuestras manos la que se recompone de alguna forma en contacto con un metal y desprende ese olor.

Pero el hierro no huele a nada.

Aunque es imposible tocarlo sin acabar con las narices reventadas de olor. De olor a él.

Pero él no tiene nada que ver.

Acabar con el hierro es lo importante, cargárselo entero y llevar hasta el extremo al caos para que aparezca por el otro lado nacarado, divino e impoluto, convertido en un orden perfecto y con perfecto sentido. Lavado, salvado, exonerado.

Sólo cuando las cosas se agotan extenuadas pueden comenzar a ser otras. El límite no es más que un mercado, un punto de intercambio.

¿Es siquiera posible no dejar restos de uno mismo por todas partes? Se pregunta el tipo. ¿Es posible que me esté oliendo a mí mismo? Al fin y al cabo tiene los ojos volcados hacia dentro rompiendo el orden habitual, haciendo que sean estos los que filtren la información que le da el cerebro y no al revés.

Pero eso es por el asunto del hierro, en todo caso. Es por el maldito asunto del hierro y de no saber si hueles la barra o si no has sido capaz de dejar de olerte las malditas manos todo el maldito tiempo, impregnando la realidad de piel hasta no saber si has salido de tu cabeza en todo el proceso ni siquiera un solo, y significativo, momento.

Y ella le percibe raro y no hace más que preguntarle si hay algún problema, como si los problemas fueran algo capaz de situarse en un momento y un espacio concreto, como si los problemas no fueran algo atemporal que existe indistintamente de la vida o de las circunstancias que están sucediendo en una ubicación espacio-temporal dada.

Como si no fuera que los problemas constituyen los ejes de ordenadas y abscisas porque eso mismo es lo que son los ejes. Menuda novedad. El tiempo y el espacio no son más que una mierda irrelevante. Los problemas son los cajones donde la existencia de cada uno cobra sentido y se puede ordenar, como los calcetines limpios bien emparejados un domingo de colada. Cada uno en su sitio según su color y su grosor: estos para invierno, estos son más fresquitos y me van bien con los pantalones que me regalaste el otoño pasado.

Frente a eso el espacio y el tiempo no tienen maldita cosa que hacer.

Ella es feliz porque no puede ser otra cosa en este preciso momento, y por fin ha decidido qué traje se va a poner para la foto. Y el traje es unas medias que le llegan a mitad del muslo y un sujetador de encaje. Y con eso está más que suficientemente preparada para seguir adelante. Y le pregunta qué tal, y él, desde millones de kilómetros de distancia y casi completamente piel oliendo a hierro, le dice que está estupenda y casi le pide por favor, casi le ruega que hagan la foto de una vez, que la lancen y no se preocupen de más.

La luz se vuelve tenue tamizada por el grosor de las cortinas. Las partículas de luz rebotan aleatoriamente sobre la tela que cubre la ventana y la mayor parte de ellas vuelve fuera, al mundo exterior de donde vinieron. A contar otras historias en otra parte. Algunas ondas o algunas partículas consiguen pasar por los espacios atómicos vacíos de la tela y se vierten en la habitación, que no puede negar que está regada por la mañana. Un poquito más tarde la encuentran a ella, con las medias por encima de la rodilla, a mitad del muslo, con un sujetador de encaje, y la graban en retinas mientras introduce un consolador en la boca que necesariamente debe repudiar el hierro.

Debe hacerlo, porque el hierro no huele a más que nuestras manos después de pasar por él. Eso ya está dicho.

La luz que le llega a ella rebota por todas partes, poniendo el mundo de la habitación perdido de ella. Y sólo algunas ondas-partículas rebotan convenientemente y encuentran el objetivo de la cámara, donde son recogidas tiernamente para enervar el sensor el tiempo suficiente como para tomar una foto. El tiempo suficiente para permitir que el sensor reciba el estímulo necesario para tomar una fotografía de esa excepción en toda regla.

Entonces es cuando ella, realmente, sonríe.

Y pregunta “¿qué te pasa?”

Y el tipo no puede decir más que “esto no debería estar pasando, hay demasiadas cosas en contra y muy pocas facciones a favor”.

Ella concreta, porque tiene las cosas más fáciles, y responde “lo que está pasando de hecho lo está haciendo, no hay que darle más vueltas”.

Tan sencillo como eso.

Y se acercan al macbook y enchufan la cámara, y realmente contra todo pronóstico pueden ver la imagen, bañada de la luz de la mañana, en la que ella aparece con las medias y el sujetador y el consolador ocupando el espacio.

Ella se gira, feliz, y le abraza. Y él siente botones sobre su pecho.

Y se empalma.

Qué menos.

Nota como su alma quiere escaparse por su glande para hacer una vida en otra parte, para aprender una profesión, ver crecer a sus hijos y criar a sus nietos mientras todo lo que parece suceder sigue sucediendo: las estaciones, las cosechas, las limonadas en verano, los calcetines convenientemente colocados en los cajones.

Nota como su mente, transida de hierro y a mil millones de kilómetros en otra galaxia, pugna por volver, por encontrar el camino a casa, mientras su alma se escapa irremediablemente a través de su grande hinchado. Es todo una discordancia. Irreconciliable. No hay un lugar común al que llamar casa porque pese a todo su esfuerzo no ha conseguido revertir el caos, darle la vuelta. Es mucho más fácil con los calcetines. Mucho más.

Se sientan en el salón y ella está más que satisfecha. La primera foto para la exposición está hecha. Él está a punto de llorar del esfuerzo. Él está a punto de desintegrarse.

Derramarse en el espacio.

Ella le mira a los ojos, cogiéndole de las manos, y le dice “gracias”.

No quiere verlo al mismo tiempo que no quiere dejar de mirar, pero sus ojos brillan porque están encharcados. Una parte del caudal debe salir para no contravenir ninguna ley física. Vuelve la mirada a la pantalla del macbook donde está la foto, y el caudal crece. El embalse en el que se han convertido sus ojos no tiene mucha más capacidad.

Y entonces él observa cómo una gota de humedad se hace consistente y abandona el ojo para atravesar levemente la mejilla.

Un leve rocío que es demasiado grande para evaporarse se escapa por la comisura de su ojo y, después de un corto tramo de espacio, encuentra la mejilla y rueda.

Rueda llegando a la barbilla.

Él lo recoge con la yema del índice, desconcertado.

Ella se olvida y sirve más cerveza. Son las doce de la mañana de un domingo y no parece que haya nada más interesante que hacer, así que él coge el vaso y lo derrama en su interior.

Ella le besa, sin ningún particular olor a hierro. El agradecimiento se ha extendido y se ha hecho labio que recoge los suyos.

La mira a los ojos y no sabe qué decir. Él está en la excepción, ella en la vida misma. No sabe quién está mejor ubicado. No es muy posible saberlo.

“Tenemos que hablar a lo largo de la semana para quedar para hacer la segunda foto”.

Él lo oye como a través de un acuario. Sordo, bocinado, deforme.

Sonríe. Coge el litro y lo revienta directamente contra la garganta. No puede ver pero intuye estrellas creándose contra el cielo del paladar. Universos saliendo de la nada para convertirse en algo.

Se levanta.

Dice “perdona, estoy un poco mareado, ¿te importa si me voy?»

“No, como quieras, te acompaño”.

“Te dejo aquí el macbook y la cámara, vendré un día de esta semana y ya concretamos”.

“Perfecto”.

Ella, desnuda, le despide en la puerta.

Sólo asoma la cabeza.

Una preciosa cabeza.

Él apesta a hierro, lo sabe. Entra en el primer bar. Saca veinte euros. Pide. Por favor. Una cerveza.

Y repite, sin que nadie se lo pida, «por favor».

Hasta que se la llevan.

welcome on board, previos (I)

Viento, espuma, cosas, vuelos. Tiempo en medio del tiempo. Tiempo en medio de la locura y de intentar aprovechar las horas de un modo inteligente. Blas está en la terraza mirando a la nada cuando nota la leve punzada mental de una intrallamada. Al mismo tiempo un breve destello azul refulge arriba a la derecha en su campo de visión, y mira hacia allí para obtener más información. Le llaman del trabajo. No puede demorarlo más, así que asiente levemente para establecer la conexión.

Y tiene enfrente la cara de Laura, preocupada.

—Buenas noches, Blas.
—Buenas noches, ¿qué tal va todo?
—Bien, dentro de lo cabe, ya sabes. Llevas una semana sin venir al trabajo.
—Ya.
—Te necesitamos aquí.
—No necesitáis a nadie. Ya no.
—Es posible, pero puede que todo sea un rumor.
—Lo es, pero no sé si tengo mucha ganas de contar con ello. Creo que quizá ha llegado el momento de utilizar el tiempo de un modo inteligente. O desesperado. No sé muy bien dónde está la diferencia en este caso.
—No te dejes llevar por el pánico, te aseguro que te necesitamos aquí.
—Puedo entenderlo, pero creo que ya no soy capaz de seguir como si nada.

Un grupo de adolescentes, abajo, en la calle, está pegando una paliza a un tipo cualquiera, mientras se ríen. Comienzan a sonar las sirenas y Blas sabe que la policía está en camino. O algún policía, al menos. O perros. Algo está encauzado a detener esa amenaza, aunque nadie parece tener muchas ganas hoy por hoy. Él sí, le gustaría bajar y echar una mano al pobre tipo, pero no se puede permitir el lujo de morir ahí, o de quedar gravemente lesionado. No es cuestión de dejarse llevar ahora mismo por ese altruismo de andar por casa. Hay altruismos mayores, de más calibre. Se tiene que obligar a quedarse en la terraza, mirando. Aferra la barandilla con fuerza e intenta centrarse de nuevo en la llamada.

—No, no voy a ser capaz, tendréis que arreglároslas sin mí.
—¿Y qué vas a hacer, quedarte en casa esperando la hora?
—No, ni de lejos. Creo que voy a ir a ofrecerme al complejo.
—Blas, tienen suficientes programadores. De hecho tienes que saber que todos los programadores son de los estados. No se pueden permitir el lujo de que alguien de fuera se encargue de algo tan delicado.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Entonces nada. Iré al complejo para trabajar de lo que sea, ensamblando partes del fuselaje o completando enganches. De lo que puedan darme. Cargando piezas. Lo que sea. Creo que es necesario.
—Creo que va a ser insignificante.

Vaya, ese tipo se parece mucho a su vecino, tiene que agarrar la barandilla con mucha más fuerza, hasta ver sus nudillos de color blanco.

—Hasta lo insignificante puede ser algo según qué días.
—No, lo insignificante sólo es insignificante. Sin embargo, aquí te necesitamos. El proyecto Yamato está estancado.
—Lo supongo. Lo que me extraña es que desde Yamato os estén reclamando algo.
—Pues lo hacen, y no tenemos con qué responder. Quiero que entiendas que nos enfrentamos a indemnizaciones que pueden obligarnos a cerrar por quiebra, Blas.
—Lo supongo. Dudo que puedan cobrarlas. Dudo que haya alguien que pueda hacerlo.
—Entonces… ¿crees en todo esto, realmente crees que va a pasar?
—Sí. Lo creo.
—Estás más enfermo de lo que yo pensaba.
—Mucho más, no lo dudes, pero mi reacción no tiene nada que ver con eso. Estamos a punto de irnos todos al carajo, no puedes pedirme en serio que me siga preocupando por algo tan estúpido como Yamato.
—¿Estúpido? Madre mía, es Yamato, ¡el cliente más grande que hayamos tenido alguna vez!
—Es tarde, Laura. Tarde para todo eso. Voy a colgar.
—¡Espera! Me han dicho que como último recurso podía ofrecerte el triple del bonus habitual, ¡es una pasta!
—También es tarde para eso, me temo. Adiós.

Gira casi imperceptiblemente la cabeza hacia la izquierda y cuelga. Abajo su vecino solloza tumbado en una postura imposible sobre las escaleras del portal de enfrente. Él se retuerce las manos una contra otra para intentar desentumecerlas.

Se sienta en la hamaca y abre el software de navegación para ver si la ambulancia está en marcha para el herido, y al descubrir que no solicita una. Espera que venga alguien. Es todo lo que puede hacer.