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gran vía

Los domingos no sirven básicamente para nada, sobre todo cuando la hora pasa de las tres de la tarde, así que me voy a pasear por el gran agujero infecto que es la Gran Vía, a recolocar en mi cabeza ese gran marasmo de gente. La mayoría de las personas allí metidas no hacen nada, no van a ninguna parte, sólo suben y bajan. De eso te das perfecta cuenta cuando tú también subes y bajas un par de veces, empiezas a ver cómo se repiten las caras, cómo es todo el tiempo lo mismo, subir, bajar, para evitar plantearte algo, porque las cosas son más sencillas metido en medio de tanta actividad, no es necesario pensar en uno mismo en este juego, te conviertes en liviano como una hoja, en estúpido como las papeleras que contienen deshechos que no tenían que haberse producido nunca. No eres importante y es estimulante, lo mismo que cuando te emborrachas o cuando te diluyes en los problemas de otro, en los alientos malolientes de otro, en su ruina. La tuya propia te espera ahí fuera, después, pero no ahora. La tuya tiene ojos más terribles, porque están justo detrás de los tuyos, en tu retina, así que es eficaz desenfocar la mirada, pasar por encima de los ojos que están tras tus ojos, desenfocado te diviertes escuchando otras basuras y comprendiéndolas, sobre todo comprendiéndolas, porque en realidad no te va nada en ello, nada comparado con el dolor de tu propia miseria que espera agazapada ahí fuera, detrás de un coche quizá, detrás de una palabra que le dice alguien a otro alguien, detrás de una parada de metro que no lleva a donde ponen los mapas, sino a un lugar más terrible que está dentro de tu cabeza y empieza a hablar justo cuando llegas, y no puedes deshacerte de él, te tortura y se complace introduciendo palillos bajo tus uñas, le encanta oírte gritar, meterte miedo en la tarde que se agota aún sin haber sido plena nunca, o pese a no haber sido plena nunca.

Y quizá te aburres de subir y bajar la Gran Vía y te diriges al Fnac, y te das cuenta de que ha sido un error nada más entrar, cuando la estupenda calefacción te pega una bofetada en ambas mejillas al mismo tiempo, impidiéndote poder poner nada más como respuesta. Y quizá subes y miras los libros baratos, los de filosofía de ediciones de bolsillo, y quizá te gustaría comprar alguno que otro, alguno que otro que no te aportará demasiado porque ya pasaste el punto, lo has comprendido todo. Hay cosas que no sabes, muchas, pero no hay nada que no entiendas. Está todo claro como el agua, porque la pérdida te ha hecho deshacerte del miedo, afortunadamente, y la pérdida te ha enseñado cómo funcionan las cosas, te ha metido en la caja de los resortes y has visto los rotores y los embragues, las marchas que hacen rotar el mundo. Todo funciona del mismo modo, todo puede aplicarse a cualquier cosa. Claro, te sientes bien, infinitamente más sabio, pero infinitamente más triste al mismo tiempo, porque sabes dónde estás, has estado antes, sabes exactamente por qué olvidaste esto la última vez, cuando la vida se abrió en un punto y puso una perla en tu maldita cara de bestia. Y la perla te salvó, durante un tiempo, pero no pudo salvarte de ti mismo y hasta ella terminó rota, ajada, empequeñecida por tu rabia, destrozada, cuarteada, desmembrada, la perla termino arenisca, o cuarcita, pero ya no perla. Daba pena verla cuando, después del ruido de cajones, se te puso delante para darte razones. Como si esto fuera un análisis bursátil o la rueda de la fortuna. No hay razones, mi niña, sólo una semilla de destrucción, una entropía hipostasiada que ha existido siempre y siempre estará como el Sol en el centro mismo de mi existencia. Sé dónde estoy, he estado aquí antes, la pérdida me abrió puertas del cerebro que preferiría haber mantenido cerradas siempre en mi conciencia. A ti te parece bien que haya podido volver a escribir sensatamente y a componer, te parece que ya sólo mi creatividad justifica todo este gran armatoste que es la despedida, pero no tienes ni idea, no sabes que demonios has arrancado del destierro al que estaban condenados desde que los exorcizaste al llegar. Ahora vuelven a estar por ahí, recuperando el tiempo perdido, reventando el orden mediano que había conseguido imponer en mi denostada cabeza, de rabia y piedras sólidas, meridianas.

Me voy del Fnac y cojo un metro, un buen metro porque he seleccionado la parada, uno que me va a llevar a donde quiero. Después un buen autobús, por lo mismo. Y cuando llego a la ciudad que me ha concedido un agujero donde estar no puedo, no puedo entrar en ese monumento a mi cabeza, así que busco un bar, y entro. Me pido una cerveza en la barra, acallando los gritos de odio, las voces propias, no esquizofrénicas, que me hablan de páginas, páginas en las que meter tanta rabia y tanto grito, en las que guarecer las sensaciones que queman en las neuronas hasta volverlas blandas como el chicle mascado, lo que justamente son. Y todo va bien hasta que llevo demasiadas cervezas, justo en el momento en el que ya el alcohol no acalla las cosas sino que las potencia, haciéndome sentir compasión por todos, por todo el mundo, por tanta y tanta gente condenada a pudrirse en sus propias cabezas, sin la capacidad catárquica de reventarse a sí mismos, gente que se remodela variando el orden de los objetos en el salón, o comprando un sofá nuevo, o encharcándose en la tierra mojada de sus esquelas diarias. Y justo en ese momento es cuando veo a la rubia, a una rubia que bien pudiera haber sido la del poema, y soy consciente de que aún tengo condones de los que no usé contigo. La rubia no es guapa, ni fea, ni importa lo más mínimo. Y la rubia está leyendo «El extranjero», de Camus, y es una señal casi mística, porque se lo acabo de dejar a mi hermana, este mismo mediodía, así que temo desagradar a algún dios menor si no me acerco, si no veo su cara cuando pretenda hablar de Camus en general y de El Extranjero en particular. Y claro, lo hago y por coincidencias de las cosas la reacción no es mala, y ahí me quedo, fuera de mi cabeza de nuevo, en la suya, hablando del tema y escuchando lo que tiene que decir, que afortunadamente es mucho. Ella fuma Chesterfield compulsivamente, debe ser algo así como un proyecto de escritora. El mundo está lleno de escritores, todos tenemos necesidad de algo que nos salve, de algo que nos haga grandes antes de desaparecer. Y ciertamente lo es, porque al rato me enseña unas hojas en word, dobladas en el bolsillo de su abrigo, unas hojas blandas y románticas como una revista del corazón, en ellas habla de grandezas, de vidas enormes, de sentimientos grandiosos y de bares, de cervezas, de sexo. No valen nada, se esfumaran como el vaho de la ducha, porque han nacido del mismo sitio, de un intento de purificarse aun cuando no se tiene nada que purificar, nada que romper. Y se lo digo, tal cual, porque no me interesa andar con tonterías en estos momentos, no me interesa hacer el tonto sólo para llevarme a alguien a la cama. Ella me dice que le gustaría leer algo mío, yo le digo que no llevo nada, que todo lo tengo en casa. Me pregunta si vivo cerca, le digo que a cinco minutos.

Y por segunda vez esta semana una perfecta desconocida traspasa la misma puerta que a ti te sirvió para irte. Y le dejo algunos poemas, algún que otro relato. Le gustan. Cómo no, le comento que quiero hacer un fanzine, me deja su teléfono para que la llame cuando concrete algo. Me pregunta si puede leer su correo, le digo que sí. La dejo sola en el dormitorio, con el ordenador, un rato. Me preparo un poleo. Al rato viene al salón y le ofrezco otro a ella, me responde que no puede, que se tiene que ir. La acompaño a la puerta, sin resistencia, sin ninguna invitación, sin ningún intento de volcar las cosas hasta el punto de meterme dentro de su nexo. Me dice su nombre yo le digo el mío. Está en el pasillo y se fija en el humo que sale de mi puerta, endémico. Río con ella y la despido. Me meto yo en el ordenador, porque no tengo ganas de ninguna otra cosa en este mundo. Después me preparo otro poleo y me tumbo en el sofá, a leer un rato. No hay nada intrascendente, pero todo lo es en cierto modo. Todo continúa como si nada hubiera sucedido esta tarde, como si nada hubiera sucedido nunca, como si nada fuera importante. Cojo unas judías verdes congeladas, las echo al agua caliente. Echo sal. Cuando están terminadas, las pongo en un plato, echo aceite y vinagre y me las como. No hay nada mejor que llenar el estómago cuando la cabeza empieza a ronronear como un gato.

el lugar donde las cosas no suceden

Llevo allí un buen rato, calculando el tempo del café porque no puedo tomarme otro, tendría que dejar empeñado el bazo. Llevo no sé cuanto tiempo mirando, observando todo lo que se mueve a mi alrededor. Caras de gente que han estrenado los veinte en otra parte y fuman, beben, ríen, toman cafés. Por supuesto que puedo meterme dentro de todo esto, pero lo importante es si quiero convertirme tan pronto en un payaso. Lo importante no es meterse, sino vivir en eso, sin perderse. Pero para eso hay que tener bien claro lo que tienes en la cabeza, lo que eres. De otro modo podrías disolverte hasta reducirte a cenizas, para convertirte en una caricatura del mundo primaveral en el que intentas colarte, de soslayo, para volver a ser lo que ya fuiste. Si te lo perdiste lo siento, no hay otra. Yo no me lo perdí. Empiezas a manejar frases de otros, manidas, que no suenan bien en tus labios porque ellos no pueden ocultar que nacieron en otras cabezas, en otras eras.

En la cafetería de la facultad. Me voy, a buscar a un profesor. Hoy es mi primer día aquí, cambié el turno en el trabajo para poder venir a esto, a enfrentar mi cabeza a todo lo que me encuentre aquí, amigablemente, sin animadversión. Entro en el despacho, siento una tonta vergüenza, pero como es tonta no dura mucho en mi cabeza. Hablo con él, quedo en ir a clase sabiendo que ya veremos. Va bien, me entrega el programa, vuelvo a la cafetería de la facultad de Filosofía y Letras con papeles bajo el brazo y una necesidad extrema de café. Encuentro un milagroso euro en el bolsillo interior del abrigo, nada milagroso porque sabía bien lo que hacía cuando lo puse allí. Pido un café, saco el Golden Virginia, me lío un cigarro tranquilamente y guardo el paquete.

Se acerca una niña, debe tener veinte años, lleva medias azules, rojas, rosas, amarillas en tornasolados círculos de la falda a las pisamierdas. Me pide un cigarro. Le digo que fumo tabaco de liar. Tiene una bonita sonrisa. Me dice que mi cara le suena. Me pregunta si le lío uno. Por supuesto, no estamos para desprecios a estas alturas, apaleado como un perro, abandonado en la calle con tan sólo un enorme vacío bajo mis pies, desterrado de nuevo a mi propia cabeza, la única que contiene en sí la fuerza para mover mis alas, las que guardé en un hueco en la espalda todo este tiempo. La escena tiene algo de patético, de estúpido, porque intento caerle bien mientras hablamos de estupideces, de lo que hacemos y de qué tal nos va. Cambio el tercio y respondo sinceramente a todo, algo desencantado, algo enfermo de tanta cerveza, de tanta salida estúpida de bar en bar sin ninguna intención de revolver nada, algo fracasado, algo lúcido cuando sale el sol por donde debe. Mantenemos la conversación un rato, mientras afirmo todo el tiempo que es boba en mi cabeza. No pienso transcribir nada de la conversación, porque no tiene sentido. Me despido, le digo que tengo que ir a ver a un profesor. Ella me dice que ya nos veremos. Yo le digo que por supuesto.

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El viernes, tres días después, me la encuentro en la parada autobús de vuelta. Vuelve a sacar su estúpida conversación y me cuenta que me conoció hace años, un día que fue con su hermana a la Autónoma y se sentaron en el círculo en el que yo estaba tocando la guitarra. Por supuesto que conozco a su hermana, la piba de los tatuajes, un regalo que el acontecer de las cosas me dio y yo no quise aceptar, por motivos de fidelidad y asuntos que ahora me empiezan a parecer estúpidos. Le pregunto por su hermana, me cuenta cosas que más o menos me esperaba y me tranquiliza, no me importaría saber que le va mal, pero mucho mejor saber no puede quejarse demasiado. Me bajo en la parada y ella continúa, hasta Canillejas, como su hermana.

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El martes me la vuelvo a encontrar, como en una pesadilla circular vuelve de vez en cuando a suceder lo mismo. Lleva de nuevo las mismas medias, que me dislocan la mirada y la llenan de brillos. Habla, habla, habla infinitamente, aunque no tiene nada que decir. Tengo que callarla de algún modo y la beso. Todo sucede al revés a partir de entonces, porque en vez de cabrearse y no volver a hablarme en la vida, noto cómo mantiene el beso, cómo me acaricia los labios con los suyos. Yo me quedo quieto, indeciso. No la rodeo con el brazo hasta que no noto que ella hace lo mismo, y sólo por eso. No tengo ni idea de qué está sucediendo, pero acabo de liarme con una tía, sin hacer nada especial. Lo que hiciera ya no me sirve, porque fue hace años, tocando una guitarra en el campus de la Autónoma. No puedo tomar notas, no puedo sacar apuntes de esto. Ni falta que hace. La aprieto, la acerco hacia mí y beso, saco la lengua, la introduzco en su boca, le rozo los dientes, su aliento es tierno, fresco, desacostumbrado, pulso su lengua y las dos se enroscan, meto la mano debajo de su camiseta y noto un vientre plano, hendido por el ombligo en el centro. Lleva un pendiente, ecos de otras guerras menores ahora. Por el rabillo del ojo, después de un buen rato manoseándonos, veo mi parada. Con mucha fuerza de ánimo me separo, la miro a los ojos. Ella me aguanta un segundo, después mira hacia la izquierda, indecisa. Le digo que me bajo. Ella asiente. Me dice que nos veremos. Yo le digo que por supuesto.

Y lo que sucedió después fue que ella se bajó detrás y saltó sobre mí, consiguiendo que la llevara a caballito, como si fuéramos dos tontos enamorados. Quizá en su imaginación lo éramos, no puedo saberlo. Le pregunte que si quería tomar un café, entre risas. Ella me dijo que sí, pero en mi casa. Hasta el portal la llevé a caballito, resollando como un potro por la cuesta. Entró y asintió, complacida. Si pillas a una tía de 28 años te dirá que mi casa es un desorden, que doy una idea muy tétrica de lo que es un ser humano. Pero eso no lo dirá ella, la boba, ella dirá que soy un bohemio, con los ordenadores repartidos por el suelo, el desorden, la papelera llena de litros de cerveza, el escritorio repleto de folios con poemas garabateados, ropa desperdigada por todas partes, restos de pizzas y de latas de comida. Todo eso lo vi en sus ojos mientras me quitaba el abrigo y lo colgaba en la estantería desarmada que ahora hace de perchero.

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Cojo la cafetera del salón y me voy a la cocina, para hacer café. Pero no puedo, ella aparece por detrás, sobrecargada de dedos estúpidos y magreos idiotas en los parques, enferma de un par de polvos en cama un fin de semana que se fueron sus padres o los del otro, relamida de sus propias masturbaciones frente al espejo. Yo quiero llevarla al dormitorio, ella me lleva al baño, se sienta sobre la lavadora. Levanto la falda corta, con el brazo izquierdo oprimiendo su cintura la sostengo en el aire y con el derecho bajo las medias, se las quito deprisa, colgándoselas al cuello. No tiene sentido, ningún sentido, pero no está mal ese aliento, no está mal esta pulsión de vida. Más magreo, sus senos son pequeños y suaves, quiero estar dentro de ella, invadirla, meterme en otro cuerpo ya que ya no puedo meterme en otra cabeza. Abro el grifo de la ducha, la pongo depié, la desnudo y nos metemos allí dentro. La enjabono de pies a cabeza, despacio, oprimiendo donde se debe, relajando donde se puede. Introduzco los dedos en su coño mojado, penetro lento su boca, le doy media vuelta y se apoya con las manos en la pared, justo debajo del chorro de agua. Entro de nuevo al útero vital en el que todo se engendró, toda esta ruina personal, todo este desconocimiento de los resortes que mueven las cosas y ya estoy en otra parte, en Burgos o en Soria o en Cuenca, miro su espalda delgada, repleta de costillas, sus caderas en una leve cadencia adelante-atrás, su culo partido y terso, con espuma de jabón escurriendo en la piel y el río de agua que rompe en dos al llegar a la cintura, izquierda y derecha, noto un arrebato, una fuerza que me parte la columna vertebral… y paro. Salgo del nexo, desconecto y me siento solo. La tomo de la mano y la ayudo a salir, la seco con la toalla. No quiero mirar su cara, porque no quiero ver lo que no quiero ver, así que miro sólo a sus ojos, sin reparar en ningún gesto. No quiero saber si entiende por qué hemos parado, cuando todo está aún sin decir. La llevo a la cama y allí terminamos, chupamos, besamos, abrazamos, retorcemos, gemimos, todo en un tiempo sin tiempo, en una eternidad desenchufada del tiempo. Y todo termina en un brutal segundo en el que nos perdemos del todo y gritamos. Yo no sé por qué grita ella, aunque lo intuyo. Yo grito porque ahora, al finalizar todo, vuelvo a notarme enchufado a la sucesión de segundos, y el reencuentro es demasiado brusco, duele demasiado, demasiada violencia en un cuerpo tan machacado.

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Permanecemos allí tumbados un tiempo, un rato. No tengo mucho. Le digo que me tengo que ir a currar. La ayudo a recoger su ropa, en el baño. Nos miramos, sonreímos. Nos reímos mucho hablando de nada, su conversación sigue siendo igual de tonta, y lo siento. Me visto. Abro la puerta. Le digo que otro día la invito al café. Ella me dice que por supuesto. La acompaño a la parada del autobús. Espero a que llegue. Me despido levantando un poco la cabeza. Vuelvo a casa, era necesario mentirla. Era más que necesario. ¿Qué hubiéramos hecho?, ¿sentarnos a conversar? No es posible, y no sólo por ella, sino porque no tengo la cabeza para estas cosas. Además, tenía que escribir esto. Desmembrarme así, mientras las cosas caen. No es visible, pero está lloviendo, un mundo entero se destroza y los cascotes caen todo el tiempo, por todas partes.

Al menos mientras permanezco conectado.

cosas





Fiestas, mensaje del Rey. Reflexiones tranquilas y despreocupadas. Mucho jaleo con los textos. Solano con los ojos verdes. En casa de Fabi (preconstruida) una buena noche. Un pedazo de «Donde las cosas no suceden»:

«- La vida allí…
– No.
– ¿No, qué?
– No sigas.
– ¿Cómo?
– No sigas, por favor. ¿Qué me vas a contar que no me diga que esto es un tiempo muerto, es más, algo fuera completamente del tiempo? ¿Qué me vas a contar que no destroce los días definitivamente? No quiero saber nada. No me gustaría saber nada. No quiero saber lo que haces allí, no quiero conocer tu vida allí. Sólo me gustaría que nos mirásemos un rato. Lo demás da un poco igual.
– Lo sé, lo sé. Pero me da miedo el silencio. El silencio es ver pasar el tiempo. Y no tengo mucho. Sé que no nos importa qué hago yo allí, ni qué haces tú aquí. Pero tengo que hablar de algo.
Y nos miramos.
Y ella coge el abrigo y la puerta y desaparece tras el dintel. Y cierra.
Yo corro como un enfermo y tiro el café al desagüe, desordeno como puedo el salón y el dormitorio, me meo fuera de la taza y vierto pasta de dientes sobre el lavabo. Termino justo a tiempo para escuchar el timbre de la puerta.
Abro.
Le doy un beso.
– ¿Qué tal hoy el trabajo?
– No te lo puedes ni imaginar, la maldita Susana…
Y he escondido su maleta bajo la cama.»

Salud de hierro a toda prueba. Silencio en donde me jode el silencio. Muchas palabras (me abrumo) en lo demás. Por otra parte, Modernidad y Holocausto (Bauman), en la música los piratas.