# perdiendo.org/museodemetralla

entraron en mi cabeza (201) | libros (20) | me lo llevo puesto (7) | pelis (2) | Renta básica (9) | series (6) | escasez (2) | frikeando (94) | arduino (1) | autoreferencial (11) | bici (1) | esperanto (4) | eve online (3) | git (2) | GNU/linux (4) | markdown (7) | nexus7 (2) | python (7) | raspberry pi (3) | vim (1) | wordpress (1) | zatchtronics (3) | hago (759) | canciones (157) | borradores (7) | cover (42) | el extremo inútil de la escoba (2) | elec (1) | GRACO (2) | guitarlele (11) | ruiditos (11) | Solenoide (1) | fotos (37) | nanowrimo (3) | novela (26) | criaturas del pantano (5) | el año que no follamos (12) | huim (5) | rehab (4) | poemas (356) | Anclajes (15) | andando (3) | B.A.R (7) | Canción de cuna para un borracho (38) | Cercos vacíos (37) | Cien puentes en la cabeza (7) | Conejo azul (6) | Contenido del juego (5) | De tiendas (3) | del pantano (3) | Destrozos (2) | Epilogo (4) | Fuegos de artificio (5) | Imposible rescate (15) | Jugando a rojo (7) | Libro del desencuentro (2) | Lo que sé de Marte (11) | Los cuentos (21) | Montaje del juego (5) | Orden de salida (4) | palitos (31) | Piernas abiertas (7) | Poemas medianos (12) | Privado de sueño (7) | rasguemas (5) | Tanto para nada (17) | Todo a 100 (2) | Uno (4) | relatos (96) | anatemas (9) | orbital (2) | prompts (8) | vindicaciones (103) | perdiendo (1.704) | atranques (1) |

taxidería

Bajé a tomar un taxi en la taxidería de la esquina mientras te esperaba, porque allí los preparan de forma francamente excelente y a ti no te disgusta en exceso el lugar. Saqué mi pipa, la cargué y la amartillé con un duende de sombrero puntiagudo -no me gusta de otra manera- y sorbí un poco de taxi con la pajita. Con la primera calada el aire se llenó de folios en blanco, por lo que me sentí bastante satisfecho y enardecido. No comprendo cómo aguantan su trabajo los de fuera de la barra, todo el día preparando vehículo tras vehículo y soportando a los clientes que no tienen nada mejor que hacer en un momento dado que venir aquí a estropear su trabajo bebiéndoselo. Ahora mismo el empleado está preparando un T.I.R. de veinte toneladas, y se le está atravesando uno de los neumáticos. En realidad no consigo entender a los que trabajan. Cojo un folio en blanco y escribo un poema medieval, termino y lo dato aproximadamente en el mil cincuenta d.C. Eso será suficiente para pagar esto y lo que tú pidas.
Nos han invitado a una fiesta en nuestra casa, una fiesta de disfraces. Yo me he disfrazado de ti y tú de mí, por lo que me cuesta bastante esfuerzo reconocerte cuando entras con mi cara sobre tus labios. He de admitir que da un asco inmenso besarte, pero lo hago de todos modos.

– Uff, casi no llego.
– Es igual, ya sabes que las fiestas casi siempre empiezan con tres días de retraso.
– ¿Qué tomas?
– Un taxi.
– ¿Qué modelo?
– Humm… no lo sé, no sé cuál en concreto.
– No vas a cambiar nunca. Eres un completo despreocupado. ¿Qué es esto?
– ¡Ah!, un poema medieval que acabo de expeler.
– Parece bastante auténtico, ¿de cuando es?
– Del año mil cincuenta.
– Estupendo.
– ¿Quieres algo?
– Sí, una lechera de reparto citröen.
– De acuerdo, te la traigo.
– Gracias.

A lo largo de la barra se extienden las cámaras, busco hasta que encuentro la de citröen y la abro, le pregunto por la camioneta al enano responsable de dentro y en tres horas y cuarto la tengo acicalada y dispuesta para ser ingerida.
A veces no quieren y un psicólogo especializado debe tratarlas para convencerlas de su error.
Cuando vuelvo a mi disfraz le ha salido barba y rasca, lo que no dejas de advertir con incomodidad. Se te está irritando la cara. Mi cara.

– Me gusta cuando haces círculos con los folios.
– Ahora no estoy muy inspirado. Prueba tu bebida.
– Perfecta. Es bueno que seas un alcohólico, conoces los sitios donde mejor las preparan.
– Tiene su mérito, no te digo que no. ¿Me quieres?
– Sabes que de vez en cuando sí.
– Gracias, estoy pasando por una fase de baja autoestima.
– ¿Por qué?
– ¿Tú entiendes el sentido de todo esto?
– ¿A qué te refieres?
– A todo en general, supongo. No comprendo muy bien por qué todo es como es, el significado de las cosas que hago cada día.
– Eso es claro. Cuando tú llegaste estaba todo montado, ¿no es así? Pues intenta cambiar lo que no te guste y quédate con lo que te guste. Eso es lo único importante.
– Ya… pero… ¿y si las cosas me gustan porque he crecido con ellas?
– ¿Y eso qué más da? Lo importante es que te gustan y te hacen sentir feliz. Si hubieras nacido en un mundo sin pipas no serías poeta, probablemente serías amanuense o anacoreta. Pero si de hecho no es así, ¿para qué romperse la cabeza?
– Supongo que tienes razón. ¿Vamos a la fiesta?

En la calle los perros atados a las farolas aúllan amigablemente mientras evitamos sus mandíbulas hambrientas.

En los portales los vecinos se sonríen mientras ven pasar a una pareja tan perfecta. Tenemos el don de la incredulidad y no les hacemos caso, aunque insistan. En los portales vacíos hacemos el amor hasta extenuarnos y dormimos la siesta. Después nos vestimos y comemos en un restaurante de moda y siempre encontramos pelos en los platos, por lo que nunca pagamos. Yo me acaricio y me devuelvo la caricia con infinita ternura. Ella tiene amantes y yo la espero en la calle porque después, sea como sea, siempre come conmigo. Los amantes son hombres vestidos de negro que se tapan la cara con un embozo. Yo no tengo amadas porque me gusta vestir de verde chillón y llamo mucho la atención.
Al llegar a casa abro la puerta con una fuerte patada que la madera reconoce dejándonos pasar. No puedo evitar lagrimear al ver a todos nuestros amigos esperándonos saltando en los sofás y vomitando en las paredes. Todos allí para agasajarnos en el día más feliz de nuestras vidas.
Hoy nos hemos conocido.

2.
Cuando la fiesta termina la casa está cansada y tú y yo no podemos hacer mucho ruido, así que nos sentamos en el corazón del salón a hacernos mimos con los pies en silencio. Un mediodía anaranjado nos observa desde las ventanas que dejamos abiertas para que los recuerdos salgan y nos dejen vacíos. Tú tomas de nuevo una camioneta de reparto y yo un pequeño ciclomotor de segunda mano. Todos se han ido llevándose la suciedad en limpias bolsas de plástico negro, todos se han esfumado como el vapor de agua y de nuevo constato la presencia de un incómodo agujero en la mitad de mi pecho. Como ahora mismo no me preocupa lo dejo pasar sin más.

Se pierde.

– ¿Has tenido alguna vez pesadillas?
– No, nunca. Son muy caras de mantener.
– Ya.

Y así pasamos aquella tarde.

marionetas

No tenía tiempo para sonreír, todavía no. Rasqué la cerilla sobre la raya blanca del suelo y encendí el cigarro con ella. Para eso estaba. El cielo, de un azul intenso y pastoso, derrochaba brillos eléctricos sobre tu mirada perdida. No sé dónde mirabas. Fumé en silencio mientras te observaba, callada tumbada en el asfalto negro. ¿Quién serías? ¿De dónde habrías salido? Seguramente tendrías padres y hermanos, supongo que compañeros de trabajo y amigos, y manías, y suciedades en el recuerdo, y polvos mal digeridos en tus entrañas a la vez que viajes extáticos al limbo del orgasmo. Fuegos artificiales, dicen las series americanas. Supongo que habrás visto de esos. He terminado de fumar, así que enciendo otro. No dejan de pasar coches. No tengo tiempo para sonreír, todavía no. No creo haberte preguntado cómo te llamas. Tengo una libreta y escribo esto, por si hace falta luego. ¿Qué pensarás? Me dejas atónito, petrificado en la curiosidad, me dejas confuso, el cigarro sabe bien después de tanto tiempo. Tenías tabaco en el bolsillo, ha salido disparado varios metros lejos de ti. Previsora, tenías las cerillas dentro. La bicicleta está en el suelo en una postura imposible, como una marioneta en la silla después del espectáculo. ¿Qué coño miras? Creo que no voy a saber nunca lo que encierras, pero me encontraría bastante bien entre tus suciedades y tus alegrías, pienso. Me das un poco de rabia, tumbada tan tranquila. A mí me dejas explicar esto, seguro que puedo denunciar al ayuntamiento por la evidente peligrosidad de esta mierda de carril-bici en las incorporaciones y las salidas. Al ayuntamiento o a la comunidad, o a quien sea. Seguro, pero tú estás ahí tumbada, relajada, tranquila, laxa. Cómoda. Creo que te has ido en el mismo instante en el que se cruzaron las trayectorias. Eso está bien, dentro de lo que cabe, pero me has dejado sólo. Si estuvieras moribunda al menos podría cuidarte, ponerte una chaqueta en el cuello, darte un poco de refresco de la lata, limpiarte la cara con mi pañuelo. O rezarte algo, yo qué sé. Tu expresión es plácida, tranquila, algo bovina. Malditos domingos, sólo traen placidez estúpida. Por fin ha parado alguien, es un Ibiza azul, estúpido coche, diez minutos de soledad compartida contigo. Le voy a dar la libreta a quien baje y me parece que voy a perder el conocimiento. Mala suerte, supongo. Mierda de azul pastoso. Recalcitrante, sigues mirando. No sé qué miras. No sé qué hubo ahí dentro. Mierda de ayuntamiento, o de comunidad, o de país, no sé. Te cojo un cigarro. Es el último. El del Ibiza me está gritando algo. No entiende nada, el tarado. No quiere coger la libreta. Está todo aquí. He terminado. Sólo tiene que cogerla. Yo ya no tengo tabaco. He vuelto a fumar. A Marisa le va a dar un vuelco la vida cuando se entere de todo esto, sobre todo de lo del tabaco.

castillos de arena

A Lorelay, por y para ella surgió después de un tornado.

Este es un cuento para gente jovial, con ganas de vivir. Pero no es sólo eso, porque es un cuento de niños, y los niños son siempre mucho más complicados que los adultos, sobre todo porque los adultos no existen. Es un cuento amarillo, sí, creo que es un cuento amarillo y azul.

Un niño y una niña juegan en la playa, bailan al sol en la arena. Tienen una mochila, abandonada de cualquier modo, en medio de la inmensidad de partículas doradas y cristalinas sin fin aparente. Dentro de la mochila tienen un par de bocadillos de jamón, unas latas congeladas de coca-cola, un par de servilletas y un mazo de cartas. De ahí cogieron el juego de palas de plástico con el que ahora juegan, un juego mezclado de dos anteriores, uno amarillo y el otro azul.

Construyen castillos en la orilla, con la tierra húmeda y salina. Levantan tímidas murallas, solemnes torres con el cubo. Se sienten felices viendo el conjunto. Ella levanta una puerta, y él no quiere ahí una puerta, pero mirando la dulce expresión de felicidad que le adorna el rostro es feliz, con ella y con la puerta, y con el castillo y con el día de sol y la playa. Él quiere soldados alrededor de la puerta, y ella no quiere ningún soldado, pero viendo la dulce expresión de felicidad que le adorna el rostro es feliz, con él y con la puerta, y con el castillo y con el día de sol y la playa.

Y siempre, tarde o temprano, una ola indiferente arrasa el castillo, y la muralla y la torre y la puerta y los soldados, y los dos se quedan mirando la tierra húmeda, los informes bultos que la ola rabiosa ha dejado en vez de lo que ellos lograron hacer.

Y están desolados, no se atreven ni a mirarse. El castillo derruido les mira y les penetra llenándoles de una triste sensación de desamparo, de miedo, de cruel nada. El mar se llevó lo que juntos construyeron, el mar se llevo la dulce expresión y la felicidad. No puedo olvidar que son niños, y los niños siempre son mucho más complicados que los adultos, sobre todo porque los adultos no existen.

Pero él tiende su mano, coge el cubo, y levanta una nueva torre, un poco más tímida, menos segura de sí misma, pero lo suficientemente firme como para retar al mar y a la ley de la gravedad, que también anda metiendo baza en todo esto. Y ella sonríe, y le tiende un tierno beso en la mejilla, y coge el rastrillo y hace los sembrados de los campesinos, y un camino, y una fuente y un prado e incluso un molino. Él la mira, le devuelve el beso, aún más tierno si cabe, y refuerza las murallas, y levanta un palacio, y aumenta los sembrados, los caminos, las fuentes, los prados y los molinos.

Y una nueva ola llega, y arrasa cada cosa y la convierte de nuevo en arena, en arena húmeda y salina sin forma, sin las formas que ellos añadieron a la playa. Y de nuevo no pueden mirarse, están desolados, se llenan de miedo y de desamparo sin castillo. Estas cosas se complican mucho en el caso de los niños, porque los niños andan otros mundos que los adultos olvidaron, mundos en los que uno no sabe muy bien quién es con seguridad y se siente un tanto desenfocado. Para ellos la caída del castillo es algo mucho más importante que la simple caída, y las murallas rotas no son simplemente arena que vuelve a ser arena. No se atreven a mirarse porque temen de pronto que su esfuerzo sea inútil, y tienen miedo sólo un segundo a que jamás puedan construir un castillo con la suficiente fuerza como para vencer a las olas.

Pero ella tiende su mano, coge el cubo, y levanta una nueva torre, un poco más tímida aún, menos segura de sí misma, pero lo suficientemente firme. Y él sonríe, y le tiende un tierno beso en la mejilla, y coge el rastrillo y hace los sembrados de los campesinos, y un camino, y una fuente y un prado e incluso un molino. Ella le mira, le devuelve el beso, aún más tierno si cabe, y refuerza las murallas, y levanta un palacio, y aumenta los sembrados, los caminos, las fuentes, los prados y los molinos.

Y el mar sigue empeñado en llevarse todos y cada uno de los castillos, y ellos siguen desolados. Pero esto entre niños es mucho más complicado, sobre todo porque los adultos no entienden la utilidad de levantar un castillo que se va a llevar el mar. Pero ellos son felices construyendo, y no entienden más utilidad que esa, no quieren hacer otra cosa más que seguir empeñados en la arena, y la pala, y el cubo, y los campesinos y los soldados y los sembrados. Y son niños y eso se ve en que piensan que cada castillo es el definitivo, que no habrá ola que lo derrumbe. Cada ilusión que muere con la ola renace con el beso y con las bellas expresiones en el rostro de ambos, cada alegría que arrastra la resaca de la ola aparece de nuevo en los ojos de él, en los ojos de ella. Porque son felices, y están vivos, y están jugando en la playa con el rastrillo y el cedazo, y hace sol, y tienen bocadillos en la mochila, y latas congeladas de coca-cola. Porque claro, es complicado, los niños son siempre más complicados que los adultos, particularmente y sobre todo porque los adultos no existen. Pero eso a ellos no les importa, sólo juegan con la arena, porque no quieren hacer otra cosa, no hay nada más importante en este momento que levantar juntos ese castillo fuerte que no será arrastrado por el mar. Estamos hablando de niños, no lo olvido, y me pregunto casi todo el tiempo si no serán capaces de conseguirlo.