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historia de la sardinita en la pila o cómo escaquearse de seguir limpiando la cocina

Tres o cuatro o incluso cinco días después de la cena de ibéricos a base de embutidos ibéricos y cerveza abundante, tierna, roma e indolora, comprendí que algo no funcionaba bien en mi cocina. Cada vez que me acercaba a la puerta una sensación intensa me repelía ineluctablemente con una fuerza igual a la suma de la peste desalojada.

Me acerqué a la pila. Levanté un par de platos sucios, algunos vasos grasientos, un par de spaguetis blandos, semipodridos, verdosos en algunos puntos. Debajo del quinto plato encontré lo que buscaba. Allí estaba la sardina. Lo que en su día debió ser una sardina natatoria completa.

No podía cogerla con las manos, así que pergeñé un invento que se asemejaba a unas pinzas. Utilicé las pinzas de la cocina, vamos. En el justo momento en el que estaba a punto de hacer una carnicería intentando captarla para la gran causa del cubo de la basura (nudo rápido y al contenedor, que apeste a la comunidad entera, mal de muchos…), habló:

– Hola, soy tu sardina madrina.
– Qué asco, pensé que las hadas madrinas eran otra cosa, más limpia, menos perfumada.
– No tienes derecho a un hada madrina, yo soy tu sardina madrina.
– Podías haber hablado el otro día, olías mejor.
– Había gente.
– ¿Es que eres tímida?
– No, te hubieran tomado por loco, hablando con una sardina.
– Esa sería la menor de las estupideces que he ido haciendo últimamente.
– Bueno, al tema, que no me pagan por horas. Vengo a salvarte.
– Qué hijos de puta los del ramo de las sardinas madrinas, no es justo haceros currar a destajo. Seguro que te pluriemplean, ¿de cuántos más eres sardina madrina? Hmmm… ¿salvarme?, ¿de qué?
– De ti mismo.
– Ahora tengo claro que soy tu primer cliente. Deberías empezar por algo más sencillito… consígueme unos litros, por ejemplo.
– No, soy tozuda. Vengo a salvarte de ti mismo.
– Vamos a ver, lista podrida de mierda, ¿cómo lo vas a hacer?
– No lo tengo claro.
– ¿Y lo de los litros?

Fue la primera vez que me emborraché con una sardina madrina. Al final nos pusimos sentimentales y pasamos la tarde bebiendo y tocando canciones de los panchos. Luego, nos besamos. Ya en la cama, mientras ella practicaba el noble arte de la fellatio, me pregunté cuánto tiempo tardaría en desprender de mí el olor nauseabundo de sus cariños.

…………………….

Odio quedarme en babia. La cogí con las pinzas, se desmenuzó (la intensidad del olor aumentó exponencialmente). Al final la empujé a un vaso grasiento, lo tiré todo a la basura, salí descalzo a la calle, me pinché con un cristal, se me pegó un chicle en la planta del pie, el asfalto quemaba someramente, volví a casa, me tumbé y me puse a dialogar con el cadáver de debajo del sofá, que amablemente me quitó el chicle y se lo metió en lo que le queda de su corrupta boca.

cercos vacíos

bano.jpg

Al salir del curro la imagen era deprimente. Estábamos todos allí, como idiotas, esperando el bus del curro. No puedo decir que hubiera tenido un buen día. Al final llegó y nos montamos, y la verdad es que el autobús es una mierda, y jode meterse dentro, porque uno se siente exactamente una mierda, aunque no tenga nada que ver. No era día de saludar, y mucho menos de conversar, así que me enfrasqué en Cortázar, con las rodillas apoyadas en el asiento delantero y el libro así, sobre ellas. Se bajó todo el mundo en la primera parada y me quedé con la becaria. Pero no era un buen día para hablar, así que seguí con el libro, escondiendo al mundo de mí. Al bajarnos le dije que íbamos en la misma dirección, porque yo iba al opencor. Con una sonrisa me dijo «qué, ¿a por cervezas?». No, más tarde de las diez no hay cervezas. Ya las tengo en casa. Entré a por una mierda de pizza y durante el camino no hacía más que luchar contra mis propias intuiciones, que me decían que Lele me iba a hacer una visita sorpresa. De ahí la pizza, las cervezas que compré esta mañana. Al mismo tiempo sabía positivamente que sería lo último que haría ella. Antes se haría niña de papá (bueno, eso ya lo ha hecho, tendré que buscar otra cosa). Vine medio corriendo, como un gilipollas.

Al entrar algo olía a podrido. Mucho. Se me olvidó por un momento lo de que en mi imaginación Lele estaba en el salón con las luces apagadas. Me fui al cubo de la basura.

Lo que me temía.

Una ensalada del sábado y los pedazos llenos de moho (esa pelusilla verde-blanquecina, se llame como se llame) que quité al filete del domingo. A la calle con ello.

Después me di cuenta de lo solitaria que es esta casa cuando no está ella, aunque tenga dentro a veinte personas vomitando-follando-bebiendo-riendo-bailando un sábado por la noche.

Abrí un litro, perpetré el crimen de meter una pizza en un microondas. Medio litro de cerveza y un par de piezas para niños de bartok después estoy un pelín menos enamorado. O más reforzado, no lo sé. Saco la pizza, me la como. Cuando termino me doy un poco de asco. Así que, como estaba escrito, salgo.

Llevo mucho tiempo sin salir solo. No sé a lo que me enfrento. Al principio lo hice mucho, pero nunca me gustó llegar a límites drásticos, y dejé de hacerlo. Fui a un garito casi al azar, porque no quería volver al baibén (llevo sin ir desde el uno de enero) y la estación es un pastelón y la noche del yazz en el cool fue ayer. No os dejéis engañar por el yazz, es uno de los garitos más cutres que conozco. Y de los que más me gustan.

Entré al garito y le pedí un litro al camarero. «Me acuerdo de ti. Tío, no he visto a nadie beber tanta cerveza en mi vida». «Bueno», estoy inspirado, «pues hoy me vas a ver batir mi propio record. Hoy sólo traigo un litro dentro». El camarero está por ahí, en la bitácora, creo que le hice una foto. Recuerdo esa vez, vine con Koldo. Es bueno tener memoria cuando es necesario. Si jamás hubiera vuelto y el no me hubiera dicho eso, nunca me habría acordado de esto. Memoria adaptativa, supongo.

Me sirve el litro y le miro. Me cae bien. No quiero hacer lo de siempre, así que le doy el billete de veinte euros que llevo.

«No, tío, no me traigas la vuelta, sírveme hasta que se agote».
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juro no saber nada

1.
Enfrente de su portal había un parque, así que compré a la mañana siguiente El Mundo y le hice un agujero con un bolígrafo. Supongo que el agujero era perfectamente visible, pero para eso había que fijarse en un tío leyendo un periódico en el banco de un parque. Cuando me acordaba, pasaba la página, para no llamar la atención. No sé por qué no podía ser simplemente un idiota que le gusta leer horas y horas la misma página del periódico. Me concentré en el portal con ganas y empecé a fumarrajear cigarros, dejando el periódico a un lado y liando. No, no tenía ningún plan establecido, únicamente quería saber más. Las horas pasaban injustamente despacio. Salió sobre las once de la mañana, en chandal y con una mochila pequeña a la espalda. La dejé doblar la esquina y la seguí. Se quedó en la parada del autobús, lo que me venía de perlas, porque todo el mundo puede estar quieto al lado de alguien en una parada de autobús. Ella miraba hacia el lugar por el que tenía que llegar el transporte de ganado civilizado. De repente se levantó, yo me levanté unos segundos más tarde. Era una de las rutas urbanas, que dan vueltas por la ciudad todo el día, como si eso fuera interesante, infatigable. Me senté dos o tres asientos detrás de ella, sin perderla de vista. Aquí ya no utilicé el periódico, inútil en las distancias cortas en las que resalta un agujero de bordes azulados de tinta de bic. Tampoco hacía falta, si se quería fijar alguien me daba igual, mientras que no fuera ella. Pero eso era imposible, ella miraba siempre hacia delante. Seguía el recorrido como si jamás hubiera visto esas calles. Un leve gesto suyo me hizo llamar al timbre, levantarme inmediatamente e ir a la puerta de salida del infame vehículo. Ella se quedó detrás de mí. El autobús paró. Delante de nosotros la extensión abominable del polideportivo. Me bajé y comencé a andar despacio, lo suficiente como para que me adelantase. A partir de ahí no era significativo que pensase que la estaba siguiendo, perfectamente podíamos ir al mismo sitio. Se metió tras una puerta. La seguí. Atravesó unos torniquetes como los de la entrada del metro enseñándole una tarjeta a un tío tras un cristal. Decidí hacerme socio.

2.
Me acerqué a la ventanilla.
-Buenos días.
– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
– Bien, me gustaría hacerme socio.
– No hay problema, ¿está usted empadronado aquí?
– Sí.
– Bien, necesito que me traiga un certificado de empadronamiento.
Madre mía.
– ¿No le sirve con mi D.N.I?
– No, en este caso necesitaríamos el certificado.
– ¿En este caso?, ¿en cuál no?
– Bueno, es una forma de hablar, en todos los casos necesitamos el certificado.
– ¿Quiénes lo necesitamos?
– Bueno… nosotros, el ayuntamiento…
– ¡Pero si es el ayuntamiento el que me tiene que expedir el certificado!
– Por supuesto, y luego me lo presenta a mí.
Me rindo. Mascullo un de acuerdo más o menos inteligible y me doy media vuelta, dejando a Sonia allí dentro.

3.
Me presenté con mi certificado
– Buenos días.
– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
– Sí, estuvimos hablando ayer, yo quiero hacerme socio…
– Sí, ya recuerdo. ¿Certificado de empadronamiento?
– Aquí tiene – me sentí grande.
– ¿Tres fotos tamaño carnet?
– ¿Qué?
– Sí, necesitamos tres fotos de carnet.
– Joder, dígame todo lo que hace falta de una vez, y así me vengo mañana con todo y no doy más vueltas, hombre.
– Bueno, pues aparte del certificado y las fotos tan solo requerimos una fotocopia del D.N.I.
– Muchas gracias, mañana lo traigo.
No servía de nada ponerse a discutir, que es lo peor de todo.

4.
Estuve mirando algunas fotos mientras me acariciaba el calvo tomando un café. No había sabido nada más de ella en este par de días, absorto completamente en los requisitos para poder utilizar unos hierros que, a base de un terrible esfuerzo, consiguen potenciar tus músculos.
Al día siguiente, pertrechado con todo lo necesario, volví al polideportivo. Entregué los papeles y el buen hombre estuvo unos veinte minutos recortando la foto, abriendo un tubo de pegamento, pegándola y copiando mis datos personales del D.N.I. al carnet del ayuntamiento. Cuando terminó, sudoroso por el esfuerzo, me lo entregó y me dijo ya puede pasar, como si me estuviera abriendo las puertas del cielo, el muy capullo. Bueno, en parte sí me las estaba abriendo. Pero de eso él no sabía nada.
Entré y nada superó mis expectativas. Todo estaba lleno de gente vestida con prendas ajustadas de colores insultantemente chillones que no hacían más que estimular su propia sudoración con un empeño encomiable. Busqué y no la encontré. Por eso me fui enseguida.

21.
A la hora fijada por mi primera investigación me fui a la parada. Y allí estaba ella, toda una semana perdida para esto. Montamos juntos en el cacharro, nos bajamos juntos, recorrimos el camino juntos y entramos juntos al matadero. Yo hablé con un super monitor que me encontré por allí para que me diera algo que hacer que no llamase la atención.
– ¡Hola, buenos días! ¿Qué estamos dispuestos a trabajar hoy?
Esa pregunta me dejó en blanco, quizá por la expresión bovinamente feliz con que la acompañó nuestro elástico oligofrénico, tuve que improvisar.
– Me interesa desarrollar los músculos de mis brazos.
– Perfecto, sígame.
Me situó en un bicho que no había dios que lo moviera. Ella movía el suyo sin ninguna dificultad, a cuatro metros de mí. Se levantó y fue a uno de esos engendros expendedores de bocadillos fríos y botes de zumo con pajita. Entonces sentí por primera vez en mi vida que podía ser cierto eso de que, a veces, nuestra polla piensa por nuestro cerebro de vez en cuando. Al menos mis neuronas no tuvieron nada que ver con el movimiento que hice a continuación. Me levante y me fui a la máquina.
Ella recogió su zumo del servidor y se dio la vuelta.
La mire con cara de conocerla.
– ¿Sonia?, ¡eres tú!, ¡cuánto tiempo sin verte, tía!
Ella puso la típica cara de lo siento, pero creo que se equivoca, yo me eché a temblar, dándolo todo por perdido, lamentándome por todas las mañanas de ayuntamiento que había pasado cuando su cara cambió.
– Me suena mucho tu cara, pero… lo siento, no puedo recordar tu nombre.
– No te preocupes -mi polla improvisaba que daba gusto- hace mucho tiempo, no te veo desde primero o segundo de E.G.B, yo soy Sergio.
– ¿Sergio? ¡No jodas! ¿Tú eres Sergio? Joder, en la vida te hubiera reconocido. Joder, la última vez que te vi tenías el labio superior lleno de mocos, tartamudeabas y te tropezabas cada cinco minutos.
Podía haber escogido a otro, maldita sea.
– Je, je, sí, algo he cambiado… bueno, ¿qué haces?
– Estudio historia. Mis padres me han alquilado un piso aquí porque me coge mucho más cerca de la Autónoma, así que estoy de puta madre, viviendo sola y estudiando.
– Vaya envidia que me das, eso es tener suerte.
– Sí.
Un silencio. Mi cerebro toma el relevo.
– ¿Hace mucho que estás en el gimnasio?
– No, desde que me mudé. Yo sin esto no sé vivir. ¿Y tú?
-Hoy es mi primer día.
– ¿Ah, sí? No te preocupes, yo te introduzco.
Desde ese momento todo fue maravilloso.

22.
La verdad es que no fue nada difícil entrar en su cama, supongo que porque no estaba de por medio el ayuntamiento. No tenía ningún tipo de problema en ejecutar ningún tipo de movimiento. Tenía una colección de cosas que se ajustaban perfectamente a las hendiduras más proscritas de su anatomía, y yo me sentí como nunca, porque joder había jodido, pero sin nada de juguetitos. Algunos vibraban, otros hacían otras cosas mientras ella aullaba. Fui amo (¡qué bestia puede llegar a ser uno con tal de que le den una oportunidad!) porque a ella le encantaba ser sumisa.
El mismo día que nos conocimos (ja, que nos reencontramos…) nos fuimos juntos en el autobús y cuando se fue a bajar le dije que me también era mi parada. Me preguntó dónde vivía, le contesté “aquí mismo”.
– ¿Qué coincidencia? ¡Yo vivo también aquí mismo!
– Joder, el mundo es un pañuelo -y casi me parto de risa después de decir aquella frase, pero me contuve.
– Tienes que venir un día a tomar una cerveza a mi casa.
– Cuando quieras.
– ¿Esta tarde?
– Oh, lo siento, esta tarde no puedo, por las tardes trabajo.
– ¿Y a qué hora sales?
– A las diez, llego aquí sobre las diez y media.
– No hay problema, te invito a cenar. Esto de estar sola en una ciudad nueva es un rollo, no conozco a nadie. Me encantaría invitarte.
– ¿Y la gente de la facultad?
– ¿Qué hora es?
– Las doce.
– Y estoy aquí, como comprenderás no tengo mucha relación con ellos.
Me fui a trabajar sin terminar de caber en mis pantalones y toda la tarde fue un suplicio. Me largué de allí en cuanto el reloj cantó las diez dejando todo a medias y me fui a su casa. Llamé al telefonillo y ella me abrió.
La casa estaba completamente desangelada, parecía una habitación de hotel. Lo único que parecía habitado era el dormitorio, lleno de velas y de telas colgando por las paredes. Aún así la cena fue estupenda, pizza de la pizzería del local del portal de la esquina, y la cerveza estaba buena. Se sentó en un sillón con los pies colgando de los reposabrazos a comer aquello mientras bebía sin fondo. Era increíble la velocidad a la que desaparecían de allí los litros. Yo ayudaba, porque quería perder lo suficiente como para desinhibirme y para aguantar en la cama algo más de veinte minutos después. Ella puso una película (una verdadera salvación, no teníamos demasiado de lo que hablar). Una película de risa. Se levantó del sillón cuando termino y me pregunto que si quería ver otra. No me quedaba más remedio que aguantar el tirón, así que dije que sí.
– Pero esta película… es un poco especial.
– De acuerdo, mientras no sea demasiado profunda.
– Algo sí que lo es.
Y entonces me puso la primera película porno de mi vida. Madre mía, eso contrarrestaba cualquier efecto que en mi aguante pudiera tener el alcohol.
– Pero…
– Ya lo sé, es que me gustan mucho, y hace mucho que no veo una con un tío. Podemos decir que es en honor de los días de la infancia, en la escuela…
– En la escuela no hacíamos nada de esto…
– Bueno, tú me entiendes.
Joder que si entendía. Se acercó a mí, me besó las piernas, se fue quitando ropa y ropa hasta derrocharla toda, mirándome desde ese cuerpo menudo, lleno de curvas minúsculas pero inmensas, y empezamos a imitar todo lo que salía en la pantalla (a ver si me explico, todo lo que salía en lo que estaban implicadas una o dos personas, no rechazando aproximaciones razonables), y ya dije que su habitación estaba llena de velas y de telas por todas partes, y su sexo olía a buen jabón, y mi corazón se había ido a celebrarlo, y mi cerebro estaba desbordado diciéndole a los nervios sensoriales no, no hay sitio para eso ahora mismo, espere su turno, y mi cuerpo retumbaba en sordos bum, bum, bum, bum, que era lo que dejó el corazón antes de irse. Y todo lo llenó de incienso, y de excitación perversa, y cumplí como un señor, que es lo debido, y después me fui quedando dormido a oleadas, en suaves ritmos…

23.
Despierto.
– ¿Sonia?
No es mi cama. Y no hay nadie al otro lado de la cama.
– Buenos días, campeón.
Parece que pasé la prueba.
– Buenos días…
– Por cierto, me llamo Vanesa, no me llamo Sonia.
– ¿Qué?
– Pero me gustaría que me siguieras llamando Sonia, es más divertido. ¿Tú como te llamas?
Estoy en stand by, respondo.
– Gabriel, me llamo Gabriel.
– ¿Cómo se te ocurrió todo eso del colegio?
– No entiendo nada en absoluto.
Su cara se entristece.
– ¿No me digas que realmente te recuerdo a alguien de tu colegio?
– No, en realidad no, pero…
– Di, dime cómo se te ocurrió.
– No lo sé… estaba allí, te vi… ¿Vanesa?
– Oh, no seas blasfemo, no repitas eso.
– I’m sorry, Sonia.
– Eso me gusta más.
– Sí, bueno… estoy hecho un lío.
– No te preocupes, es sencillo, tómate un café mientras te aclaras la cabeza.
– ¿Te importa si me doy una ducha?
– ¿Conmigo?
– No… ésta la prefiero solo.
– De acuerdo -con un tono musical en la voz.
Y me lavo con jabón del caro que huele a coño de Vanesa y miro a la pared confundido.
Termino y me seco, frotándome fuerte para recuperar el sentido. Cuando salgo hay café sobre la mesa desangelada, y magdalenas.