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un hilo de aceite

Nos sentamos al borde del camino, en la hierba. Mirábamos lo desconocido, o lo que no entendimos nunca.

– Se está muy bien aquí.
– No sé, quizá haga un poco de frío, ¿no crees?
– Yo no noto nada.

Teníamos bocadillos de atún, recuerdo, y unas cervezas templadas. Una tortilla de patata. El rumor del viento sobre las hojas me hacía cosquillas en la nuca y los brazos.

– Definitivamente hace frío.
– Si quieres seguimos, entrarás en calor caminando.
– No, no hace falta, terminemos de comer.

Un hilo de aceite recorría la vaga distancia que se desdibuja de la comisura de tus labios a tu barbilla, por lo que te acerqué una servilleta y lo eliminé con cuidado.

– Ese gesto hubiera bastado un mundo, no hace mucho.
– Lo sé.

Cuando acabamos de merendar la luz se extinguía en el horizonte, y en un acuerdo tácito doblamos el paso para llegar al albergue antes de que se cerrara la noche. Sobre nosotros y sobre todo lo demás.

cortinas

Y nos vamos fuera, al lugar donde las cosas suceden. Nos vamos donde cantan las niñas por las calles estrenando gestos sensuales de mujer, idiotizadas por sus propios pulsos, por el efecto brutal del estrógeno; donde los sarcásticos confunden la noche con un escenario mientras apuran copas de Dyc que pagan religiosamente, observando la corredera con gesto ávido y hambriento; donde, en suma, la noche es noche y está puesta para algo. Recorremos los garitos que nos saludan al pasar, recordando días y días que sucedieron y se posaron en las retinas faltas de vida de los que se limitan a recorrer el tiempo como si fuera el camino del sofá a la nevera, recorremos los brazos y las cinturas y los torsos pendientes de en qué lugar exacto está el otro. Reconocemos las caras, damos besos, apretones de manos, aplastamos dedos, rompemos espaldas, invitamos a litros espurios que desaparecen en los gaznates sedientos de los perdidos, de los que perdieron, de los que siguen perdiendo a pesar de todo. Nos vamos emborrachando, cada cual desde su propia desesperanza, cada cual desde su propia melancolía. Vamos al baño y licuamos los restos amarillos de la noche que no acaba, que no va a acabar, que no se va a acabar nunca. No se puede acabar porque sin ella sí que estamos definitivamente perdidos.

Le doy la mano y la toma. Estamos así, un poco idiotas, escuchando música que retumba en el hueco de los ojos, vibra en la cámara anterior y aumenta la presión del líquido interno, dejándonos literalmente ciegos. Estamos así, tenues, pasmados, riendo y contrayendo los músculos de la cara, frunciendo el ceño, levantando las orejas, enardeciendo las cejas, tensando la sonrisa, disparando una flecha en forma de beso tontorrón y sincero. El resto de la gente no es más que eso, gente, y están allí para complacernos. Para contarnos anécdotas divertidas, reírnos las gilipolleces, sujetarnos el mini, obedecernos, tocarnos los huevos, jodernos un rato, templar con el tiempo, para construir un escenario conveniente donde guarecernos. Es fácil conocer gente cuando tienes el ánimo dispuesto.

Cuando no lo tienes, es imposible.

Y es lo raro. Porque todo el mundo está deseando conocer a todo el mundo, cada cual desde su castillo de naipes. No se atreven, no tienen las narices suficientes de irradiar hacia delante e iniciar un momento. Los momentos no se inician solos. Nunca lo han hecho.

Conocemos a Ramón, que es carnicero y licenciado en geología, y a su novia (¿Ana, Carolina, Puleva Calcio?). Ambos frisan los cuarenta y se toman la barbaridad con calma, no tienen prisa. Pueden estar bebiendo hasta el mediodía de mañana, si se presenta la ocasión. Cuando cierran los bares nos meten en un coche y nos llevan a su casa, en medio de Hortaleza. Un buen portal da entrada a un desastre, roto, desordenado, perdido, con un cierto aire a rancio mezclado con algo de sensibilidad hippie. Allí sacan más cervezas y algo de Dyc y dejamos que nos hablen de la vida, que para eso son los expertos. Tenemos la suerte de recibir severas y serias lecciones magistrales sobre el efecto exfoliante de los días en el córtex. Tienen la sensación de que todo acabó cuando lo hizo, pero siguen hablando de proyectos y viajes y vidas en medios rurales que nunca llegan, de cuadros que aún no han pintado y que no pintarán nunca. Definitivamente, van a juego con la casa. Yo me lanzo a por la cerveza para escapar del escenario y me llevo a Elisa lejos, a un lugar lleno de besos y de toqueteos. No parece que nos dé ninguna vergüenza adentrarnos en los terrenos húmedos y cálidos en los que nos movemos bien, con soltura, con habilidad ganada a pulso. Todo va bien hasta que, en un momento dado, abro los ojos y veo a Ramón tras Elisa mientras noto a Puleva Calcio sobeteandome con unas manos que no pensé suyas. Le doy una leve sacudida a Elisa y allí nos quedamos los dos, mirándonos extrañados, mientras los otros siguen haciendo lo suyo.

Este es el momento en el que todo se decide, el lugar y la hora. Y mi decisión es clara. Pongo un gesto de interrogación, y Elisa me dice «no» con la punta de la nariz. Estamos de acuerdo, eso está bien. Nos disculpamos, nos levantamos y nos despedimos como si nada hubiera pasado, alegando en nuestra defensa la jornada laboral de mañana y el corrimiento inoportuno de la aguja horario. Ellos son amables, insisten un par de veces, con normalidad. Lo lamentamos y bajamos las escaleras. Salimos a la calle, doblamos la esquina y nos apoyamos en la pared, riéndonos a carcajadas.

Y, en mitad de la risa, colocando un mechón descuidado tras la oreja, ella se acerca y me besa. Apoya el pecho en mí y siento cómo su corazón, revolucionado por el esfuerzo de bajar a la calle, o por el momento, o por yo qué sé, está ahí como si nunca hubiera estado antes. Siento su corazón a través de su seno, a través de la camiseta, rebotando levemente contra mi pecho. Me doy cuenta de que los latidos tienen la misma cadencia, el mismo ritmo. Apoya su mano en mi costado, el beso profundiza, mi mano rodea su espalda, huele bien, huele todo como si fuera nuevo, recién creado. Pongo mi cara en su cuello, oliendo la pátina de sudor en su piel, huelo la humedad de la espalda. Bajo los pantalones, y pese a ellos de algún modo, nuestros sexos encajan, se mimetizan, revocan la distancia de la tela, la distancia de las dos mentalidades, la distancia de ser dos diferentes jugueteando a ser iguales, y en ese momento siento el pánico.

El momento se quiebra, se reponen las barreras, las fronteras, los estados, se levantan las embajadas pertinentes, se tienden de nuevo los puentes. Después de romper la unión inmediata es necesario establecer de nuevo las aproximaciones-sucedáneos que hacen pertinente la idea de que vamos a alguna parte con todo esto.

– Has estado a punto, ¿eh?
– Bien lo sabes.
– ¿Vamos andando a Cibeles?
– Mejor, que nos dé el aire.
– Que te dé a ti.
– Entonces ponte detrás de mí, lo quiero todo.

Me abraza la cintura, yo camino delante. Es un juego tonto, porque ella no ve nada. Pero yo guío. Camino. De vez en cuando me detengo, para preguntarle por dónde seguir. Nunca he sido bueno con las localizaciones. Menos con la distancia más corta entre dos puntos. Llegamos a la parada y esperamos al Búho, sentados en algo que renombramos «banco», mirándonos a los ojos. Es lo último que quiero hacer, pero no podría decir nada en contra. No en este momento. Recuerdo a Cesc. Una tarde con llamada tiene más fuerza que trescientas tardes esperando una llamada que no sucede. Soy consciente. Lo sé. Hago trampa, parece que miro dentro de sus ojos, pero tengo una técnica perfecta: observar un punto imaginario que sitúo un metro por detrás de su cabeza. De este modo parece que estoy dentro. Sé que ella sí lo está, y cuido mucho lo que puedan decir mis ojos, les doy una reprimenda que no se han ganado, pero que necesito. He estado a punto de volver a poner el cuello boca arriba, facilitando el mordisco. Es un acto de confianza. Un lobo no diría lo mismo, si pudiera hablar me corregiría diciendo que es un acto de sumisión. Pero un lobo no entiende de antropología, no entiende en absoluto. Para nosotros, que estamos tan civilizados, el cuello boca arriba supone que confías lo suficiente en el otro como para descubrir la pulpa fresca de tus sentimientos sin temor a que te la masacren.

En el autobús se duerme en mi hombro, agotada. Yo miro por la ventana. No quiero estar aquí, no quiero estar en absoluto. De ningún modo. La despierto al llegar a Plaza de Castilla. Me mira, adormilada. Todavía no ha llegado, está en ese terreno cenagoso en el que es difícil reaccionar, en el que no se está dormido ni despierto. Pero su sonrisa le delata.

No quiere estar en ninguna otra parte. Ha despertado donde soñaba despertar. Levanto en brazos su cuerpo menudo y cruzo la calle hasta la marquesina, intentando no romper su hechizo. Hay pocas cosas bonitas, es necesario respetarlas cuando les suceden a otros. Pago dos billetes y montamos, y justo en el momento en el que parece volver a la realidad encuentro un asiento, apoyo de nuevo su cabeza sobre mi hombro. Vuelve a las profundidades. Le aparto el pelo de la cara, que parece tranquila, relajada.

Hay que respetar los momentos hermosos, cuando les suceden a otros. En eso pienso mientras no veo las calles a ambos lados de la negrura plagada de farolas, a modo de luciérnagas (allí donde la oscuridad huye, acobardada). En eso pienso mientras la oigo respirar. Pienso en mis momentos hermosos. No en los que tuve, sino en los que rehuí cuando se presentaron.

Hay cosas que filtran la luz sin la misma inocencia que las cortinas. Ni siquiera las cortinas son inocentes. Todo Madrid está plagado de ventanas. Tras las ventanas hay luces, tamizadas por cortinas. Irradian sus propios filtros hacía fuera, aclarando cómo quieren ver sus propias vidas. Oscuras, limpias, sencillas, cada cual responde a una sola verdad. Y lo muestran. El autobús no tiene cortinas. Yo tengo un alma en el hombro. Tengo un montón de momentos hermosos que se marchitan cuando aparto la vista. Tengo otra colección de momentos hermosos más confusos, que son recuerdos. El tema no es establecer comparaciones, eso no me preocupa en absoluto. El tema sí es que los recuerdos hermosos tienen un precio. Es necesario voltear el cuello sin esperar el mordisco. Pero, de antemano, nunca se sabe cuál será el resultado. Agradecería haber apurado otra cerveza antes de irme. Despierta. Deseo. Susurro mentalmente. Quiero que despiertes.

– Mmmm, ¿dónde estamos?
– Tranquila, aún queda un ratito, apóyate.

Y hazlo así, en este terreno. Hazlo en duermevela. Apóyate en mi hombro, pon tu mano en mi antebrazo. Tiéndeme un beso adormilado en el cuello. No pienses nada, somnolienta. Tienes que ser consciente de esto, tienes que estar lo suficientemente despierta como para recordarlo alguna vez, cuando quizá pierdas el valor para vivir momentos hermosos y recurras a los que ya fueron. No puedes olvidarlo, no puedes dormirte. Cierra los ojos, pero no olvides.

«te quiero»

Me como el revuelto intentando no pensar en nada. Y llamo a Elisa. Sé que no es justo, que no es justo en modo alguno, pero cuando entra por la puerta la espero desnudo y la desnudo a ella, y llevo nuestros cuerpos a la cama y me da igual dónde están las almas, y apoyo mi oreja contra su vientre de niña de veintiún años y lloro, porque soy un llorón, porque soy un puto llorón que no sabe dónde está ni por qué suceden las cosas que suceden, y no quiero hablar, y no hablo, y no escucho, sólo pliego mi oreja en la tersura de su vientre y lloro como un hijo de puta mientras ella me acaricia la cabeza, mi cabeza rapada de gordo de mierda que está llorando como un niño grande, con síndrome de Weaver, y ella no dice nada y yo le estoy sumamente agradecido mientras dice «no pasa nada, tranquilo, no pasa nada, duérmete» y ella tiene veintiún años y siempre pienso que se ha reencarnado, que no es normal tanta calma zen en un alma novata. Y me entran ganas de hablar, de repente, y empiezo a decirle, a ella, lo que echo de menos a quien no se lo merece de ningún modo, y le digo cuanto amo a quien no está, y todos los detalles puntuales sin los que no sé vivir, y Elisa sólo me acaricia la cabeza y me dice «no pasa nada, niño, tranquilo, no pasa nada, no dejes que nada quede dentro», y yo sigo lacerando a los vivos contando que no puedo vivir, que no puedo seguir, que sin ella no tiene sentido nada, que ni siquiera Elisa tiene sentido, y me siento mal por estar haciendo lo que estoy haciendo pero tengo mis propias peleas con la realidad, y no quiero estar solo ahora que recuerdo tantas cosas, no puedo estar solo ahora, y por eso me da todo igual y me estoy rompiendo en quien no debería ser playa confortable, amiga, y a ella supongo que no le importa porque sólo quiere verme bien, y eso me jode, porque yo no salgo de esta espiral de destroces en la que me metió una ruptura sin sentido, una locura sin cordura, un cuerno sin relleno de chocolate, una bici sin eje del pedalier, y rompo a llorar en un vientre amigo que recoge mis lágrimas en el hueco del ombligo, y me paso la vida llorando porque ya no sé olvidar, se me olvidó olvidar, transgredí el punto de no retorno, y hay umbrales en los que el amor es veneno, veneno puro, y ella debe saberlo de algún modo mientras acaricia mi cabeza y dice «tranquilo, niño, échalo todo, no pasa nada», y todo sería mejor, y todo andaría más derecho, y yo me sentiría mejor, mucho mejor, mucho más feliz si ella no dijera al final… y mi cabeza ondula bajo sus dedos que son de fresa, de limón, de todos los sabores, y ella está ahí, y yo se lo agradezco pero no es ella, creo que no, creo que no es ella quien debería estar… y me confundo, pero tengo al menos el suficiente respeto como para no ponerle un fondo azul, un fondo de esos sobre los que puedes poner cualquier cosa, tengo la decencia y la humanidad suficiente como para no poner la otra cara sobre la suya, como para no superponer, cambiar la carátula del móvil, no le pongo la carátula de la cara que yo quiero ver sobre la suya propia, me cuesta, pero aún soy algo meticuloso con el respeto, la estoy viendo a ella, y todo sería mejor, y todo andaría más derecho, y yo me sentiría mejor, mucho mejor, mucho más feliz si ella no dijera al final…y me calmo, sólo tengo golpes de llanto, ya no es continuo, ya no grito, ya no gimo, me coloco en posición fetal por puro instinto, dejo de lado su vientre amigo, su ombligo playa y ella sigue liada con mi cabeza rapada hasta que deja la cama. Y yo pienso que se va a ir para siempre, que me va a abandonar para siempre, que es lo que debería hacer, y pienso que estoy solo, y me siento solo, y me siento jodidamente solo y no sé dónde meterme en mi postura fetal de niño con síndrome de Weaver, pero ella vuelve, ella siempre vuelve, ella siempre está, y vuelve con un par de copas y me hace tragar las dos, entre hipos y golpes de llanto, y va a por dos más y me las hace tragar, y va a por dos más, y dos más, y dos más, y me abraza, desnuda, rozando el vello de su sexo contra mis piernas, la tersura de su sexo contra mi cuerpo fofo, agotado, derrotado, y yo la miro con los ojos rojos y no sé cómo decir gracias, porque no sé cómo agradecer esto, porque no sé nada, que es la pura realidad, no tengo ni idea de nada, y ella susurra «tranquilo, niño, no pasa nada, déjalo estar, no pasa nada, saca todo fuera, que no quede nada nadita dentro», y estoy borracho y pleno, y hundido y grande, y destrozado y con ella y sigo hablando de lo que echo de menos, de lo que me destroza, se apagó el fogón, no funciona nada, sigo hablando de quien no lo merece con ella, y cuento cosas que ni siquiera a mí mismo me cuento, para no joderlo todo, y le cuento cosas que ni siquiera a mí mismo me cuento, para no recorrer de nuevo hacia abajo la espiral de carne y lágrimas que se debate en mi puta alma destrozada y ella lo entiende, y no deja de susurrar «tranquilo, niño, tranquilo» y no quiero que diga otra cosa, sólo así se me entiende, gordo cabrón rapado de mierda que busca consuelo en los vivos, lacerando a los vivos, hendiendo la garra de la guadaña en los que aún viven, y todo sería mejor, y todo andaría más derecho, y yo me sentiría mejor, mucho mejor, mucho más feliz si ella no añadiera entre susurros, al final, un «te quiero» tímido, consciente de que está completamente fuera de lugar.