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ausencia de luz

Supongo que era como si toda la luz del mundo se hubiera instalado en sus pupilas.

No sé cuándo la conocí. No recuerdo muy bien de qué modo. Nunca tuve en cuenta sus constantes mentiras. No tenía mala intención. Ella misma era la primera a la que mentía. Mucho más a gusto así. La vida es cruel, y nunca nadie dijo que hubiera modos ilegítimos de esquivar las balas.

Si alguien lo hubiera dicho habría podido ser un completo imbécil.

Hace dos semanas estábamos tomando café mientras me contaba que había vuelto a las pasarelas porque le habían insistido más de lo que podía tolerar. “Eso me condena, soy demasiado buena para negarme cuando me lo piden tan desesperadamente”. El filtro de su cigarro manchado de rojo carmín, el pelo electrizado recogido en una blanda coleta en la nuca. “Espero que no cambies nunca, no me gustarías tanto si no fueras tan honesta”. “Tontorrón”. “Reina”.

Estaba en la calle, sentada en un portal. No tenía la mano extendida, nunca tiene la mano extendida. Ella no pide, porque no le hace falta. Al menos no en su perpendicular mundo interior. Me ofrecí para invitarle a un café, le encendí un cigarro. El filtro ya manchado de carmín cuando. El abrigo harapiento salpicado de sangre y vómito, en el espectro de lo reconocible a simple vista. “Estás cambiado”. “Sí, el pelo, más largo”. “Estás guapo”. “Tú siempre me dices lo mismo”.

Una vez la lleve a casa, una vez. Una vez en la que me la encontré y no parecía más aquí que allí, o que en cualquier otra parte. Nada más entrar me preguntó por el baño y me pidió permiso para darse una ducha. Me indicó amablemente, como quien se lo dice al camarero, que bajara a por unas cervezas. Asentí y le dejé ropa de alguna residente de dormitorio desaparecida. Nos bebimos hasta el cristal mientras reíamos hablando de París, de Milán, de Roma. Siempre ha estado obsesionada con la moda. Cosas. Me dormí en el sofá, agotado. Por la mañana me largué al trabajo y la dejé durmiendo en la cama. Cuando regresé me encontré una casa extenuantemente limpia y una nota: “Tengo mucho lío, cuídate. Un soberano beso.” Ella y su facilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo.

Aquí y allá, aquí y allá. A veces en el quiosco, otras frente al Cajamadrid. A veces, después de un tiempo sin verla, salía a buscarla. No puedo negarlo. Aquí y allí, de cuando en cuando. A veces pasaban meses. Siempre Roma, París, Milán. Siempre trabajo, supongo. Siempre un café y las mismas historias, siempre tabaco. “Estás guapo”. Bah, nadie nos explicó nunca cómo esquivar las balas, que no se extrañen si lo hacemos cada uno a nuestro modo.

Un par de semanas, un café. Tenías las horas contadas, más o menos como todos. No sé qué hiciste antes de meterte en mi vida, ni me preocupa. Uno comparte con las personas lo que son.

Ahora, delante de mí, es como si toda la luz del mundo se hubiera instalado en tus pupilas. Estás guapa. Es como si tus pupilas no quisieran más luz y se dedicaran a reflectarla. “Te hacía en París”, te digo. El silencio es aterrador, porque deja hueco para los pensamientos. Sin embargo, el ruido es indoloro. Tumbada. Pelo suelto. Es como si tus pupilas se hubieran hartado de luz y no pudieran metabolizar más. El pelo suelto sobre la camilla de acero. Qué buena noche, con qué resaca me fui al trabajo. No sé si me he reído más alguna vez en mi vida. No creo. No sé.

Es como si tus pupilas no necesitaran ya más lo que sucede aquí fuera.

Uno comparte con las personas lo que son.

escorzos

Ella estaba sentada en el sofá, esperando. No sé a qué, pero esperaba. Yo saqué del microondas un par de tazas de café y traje un cenicero del escurridor de la cocina. Necesitaba uno esterilizado, esta vez. Venía, como vienen todos, a contarme su vida. Apliqué el oído en lo mío.

Acabamos el café y empezamos con las cervezas. Su historia no era ni mejor ni peor que cualquiera. No era ni siquiera diferente. Las cervezas sí que lo eran, o contribuían, de algún modo, a que todo lo fuera. Trocó el llanto por sonrisas cuando apuré las cuerdas y me dió suficiente para un par de canciones tristes y lentas, lentas y tristes. No sé ni cómo ni por qué la acompañé a la puerta, mecido en sonrisas, dibujando una alegría que ni sentía ni necesitaba. Dije hasta mañana como si se lo estuviera diciendo al cerco de lo que nunca entiendo. Ella sonrió, me dió un beso en la mejilla y me rozó la mano.

– Siempre me alegra verte.

A mí también, demonios, a mí también. Pero dejemos de una vez de hacerlo.

hablando sobre Bakunin

Ella estaba sentada, ¿me sigues?, bien. Estaba sentada en el suelo del salón, comiendo pipas de calabaza y diciendo ordinarieces sobre Bakunin que yo sopesaba con el rigor de un obseso sexual esperando arribar a puerto caliente y protegido de las corrientes de la soledad, ¿sabes? Sentada allí, como si tal cosa, como si mi mundo aislacionista y sin radiaciones evolutivas no estuviera sufriendo una convulsión cualitativa. Sentada allí como si mi puto suelo fuera el lugar más cómodo del mundo donde arrimarse a conversar. Ella hablaba y comentaba y yo predecía una hecatombe en honor a los dioses, un desbarre fenomenal a partes iguales de cerveza, pizza, tabaco y sexo. Como te lo cuento. No, no te sonrías, te juro que era así. Yo no sé qué coño había visto ella en mi maldita cara de borracho temprano o qué elucubraciones seguía estableciendo sobre mis cuatro canas y mi perilla pulcramente descuidada. Genial, ¿no? Te cuento: ella hablaba y hablaba y yo soltaba chascarrillos imaginativos que le hacían reír hasta el paroxismo, en una lidia desconocida en la que me sentía como pez en el agua. Yo asentía, escuchaba, fumaba como si no hubiera fumado nunca hasta entonces, me revolvía en el suelo, me dolía el culo horrores, pero lo callaba. Ella siempre golpeaba el cigarrillo contra la mesa antes de encenderlo, y yo te juro, créeme, que estaba preciosa golpeando cada uno y todos de aquellos cigarrillos contra la madera extraviada de la mesa, recogiendo suavemente el mechón díscolo de su cabello para someterlo al régimen inconstitucional (por lo perdido) de detrás de su oreja. Y como te lo cuento, tenía calor, no dejaba de tener calor, y el ligero jersey se fue y apareció, por arte de magia, tranquilamente reclinado en el respaldo de una silla. Y yo te aseguro que miraba el jersey cómodamente establecido en una nueva rutina existencial y sus hombros tan desnudos, tan asombrosamente desnudos que mis mejillas se enrojecieron. ¡Coño, tío, me ruboricé! Vamos a ver, tío, nunca se puede decir que en exceso pero te aseguro que estoy harto de ver hombros descubiertos, desprotegidos, cercanos, nexos o promesa. Te aseguro que no es eso, te aseguro que de repente el obseso se retiró y entró en escena el tipo que soy yo, sea este quien sea, y se encontró a la tipa, preciosa desde todo ángulo o demarcación visual, diciendo ordinarieces sobre Bakunin en sinergia vital con mis cuatro canas y mi perilla pulcramente descuidada, te juro que se lo encontró de repente y… joder, tronco, no te rías de mí… te juro que fue así, ¿sabes lo que quiero decir? Yo no estaba porque estaba el obseso sexual y de repente el obseso se fue y me dio entrada al escenario y mientras él, el muy cabrón, podía soportar las ordinarieces sin sentido porque sólo quería follar, yo de repente me encontré todo de frente y la tipa preciosa seguía hablando, sentada en el suelo y golpeando cigarrillo tras cigarrillo contra la mesa y me entró un ansia irrefrenable, no, no es broma, me entró un ansia irrefrenable de decirle que no, que no era así, que todo lo que decía eran sandeces, que la cosa va por otro lado, que tenía tiempo y si me lo permitía le iba a intentar explicar mi idea informada del asunto. Y me pregunto qué coño me importa a mí Bakunin, en qué parte de toda su maldita ideología o en qué palabra de su propia fraseología me iba a mí la vida, o por qué este repentino interés de defender su memoria cuando, no lo olvides, estaba en juego la hecatombe, la satisfacción de los dioses, la pizza, el tabaco, la cerveza y, yo no lo olvido, el sexo. Y ella hablando sin parar y golpeando la mesa como el tic-tac de un reloj de unidad temporal siete minutos, y yo con mi ansia que iba tomando puestos claves dentro de mi unidad cerebral, habiendo sometido ya la corteza con todos sus pliegues y todos los lóbulos posibles y todas las zonas excepto el hipotálamo, el más interesado en follar a discrección, sin importar a qué o hacia qué o el qué, simplemente. Y cómo te cuento que en la democracia de mi sistema nervioso central, con el único voto en contra del hipotálamo, mi boca empezó a hablar como siempre, tú sabes mejor que nadie, a bocajarro y sin lindezas. Y cómo te cuento que su gesto empezó a deformarse, su boca a retorcerse, su nariz a fruncirse, su frente construyó mohínos constantes, su mechón díscolo entró en barrena haciendo la revolución hasta que el conjunto la hizo parecer una curiosa caricatura de sí misma que escuchaba, que dejó de fumar, de golpear la mesa. Oye, tío, deja de escojonarte, te estoy contando, todo esto me jode, joder, me jode, ostias. Y su cara cada vez más deformada dio paso a un nuevo estado funcional de cosas y el jersey volvió a tapar sus hombros. Joder, tío, de repente tenía frío, yo con la calefacción al máximo para rentabilizar la situación y ella tenía frío, qué ostias, la temperatura debía ser de noventa y ocho grados centígrados, más o menos y según el termómetro utilizado. Y cinco minutos después, con Bakunin salvado de la ignominia y sin haber acabado aún mi perorata o intervención expositiva, la estaba despidiendo en la puerta con un par de besos mejillosos y un nos vemos. Y cuando al obseso sexual le dio por volver a su sitio, al sitio que había desatendido sólo un mísero cuarto de hora, lo único que pudo hacer fue masturbarse pensando que quizá el hijoputa de Bakunin tenía una novia rubia y de largas piernas que hasta haciendo calceta podía parecer el culmen humano de la atracción sexual, y pensando en ella mientras trajinaba en sus-mis gónadas le dibujó al muy cabrón de Bakunin unos cuernos desaforados en los que rumiar una venganza torpe, débil y mal dirigida. Como te lo cuento. O paras de reírte o te echo de aquí a la puta calle.