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una habitación al margen del tiempo

Allí donde está la génesis de las cosas que existen, allí mismo tienen estas que destruirse por necesidad. Pues ellas tienen que cumplir mutuamente expiación y penitencia por su injusticia conforme al orden del tiempo.

Anaximandro citado por Paniker en «Filosofía y Mística»

A mí me sucede algo cuando supero los diez o doce mil pasos, sucede algo y es que mi cabeza se toma un respiro de la parte consciente y se centra en la otra, en estar atento a todo lo que está frente a mí, a todo lo que puede interferir en mi trayectoria, a las irregularidades del terreno con las que puedo tropezar. Sucede ese frágil momento en el que todo lo que no sea inmediato deja de existir y todo lo que sea consciente se larga. Frágil porque se rompe sólo con pensar "¡joder, no estoy pensando!". No es que la frase lo rompa, es que si eres capaz de empezar a pronunciarla ya has dejado de deslizarte.

A partir de los diez o doce mil pasos sucede que todo lo que llevas encima, pantalones, zapatillas, mochila —ya sabes lo que quiero decir—, es tan parte de tu cuerpo como tu piel o tus uñas o tus venas o tus pulmones —ya sabes lo que quiero decir—, sucede que el pensamiento es un hechizo que rompe la realidad para comprenderla por piezas mientras que la concentración es un estar integrado en el mundo que no se cuestiona nada porque no es su objetivo. Se integra, se inserta, se sumerge (a pulmón, supongo que no termina de ser lo mismo con neopreno y botella de oxígeno, con distancias de ese calibre, pero quizá son como las zapatillas y la mochila).

Sucede, claro, que ambas formas de vivir la realidad son excluyentes: no puedes comprender concentrado y no puedes deslizarte pensando. El pensamiento es lento y necesita razones y escupe conclusiones y la concentración es rápida y necesita estímulos y escupe reacciones.

Empiezo a caminar escuchando un podcast o dándole vueltas a algo en la cabeza y me parece bien, muchas ideas se me han ocurrido en esos primeros diez o doce mil pasos. Pero cuando el prodigio sucede dejo de escuchar y de pensar. Al terminar no recuerdo la última hora del podcast pese a haberlo escuchado entero. No sé dónde he estado pero estoy relajado y tranquilo. Estoy bien.

Mi posición por defecto es la del pensamiento, ese monólogo interior inagotable que te divierte tanto a veces lo mismo que te exaspera otras, que se mantiene a base de bucles racionales sobre lo que ha sido y cómo debería haber sido, o sobre o lo que será y cómo debería ser. Ese tipo de circuito lógico de analizar variables y resultados una y otra vez, de reasignar significados a acciones propias o de otros. Y eso supongo que está bien, y que te hace ser como eres, y que facilita tener respuestas ante situaciones que has previsto cuando finalmente suceden.

Pero lo otro…

Cuando termino estoy relajado y tranquilo. Supongo que es como meditar, entiendo que es como meditar porque el resultado parece ser el mismo: suspender el juicio, suspenderlo de verdad. Integrarse en la rueda temporal, ser el viento que sopla, el pelo que te estorba en la cara, el camino que gira a la derecha y aquí tiene más piedras. Intenté practicar meditación, concentrarme en la respiración, en la percepción de mi propio cuerpo. Pero no soy capaz. Los pensamientos irrumpen sin que pueda hacer nada para detenerlos. Cuando camino, al llegar a esos diez o doce mil pasos, la voz que no cesa se rompe sola.

Es como emborracharse, pero mucho más sano. Ahogar el monólogo. Integrarse en lo que sucede, en un universo que acontece. Quiero pensar, me gusta comprender. Pero, a veces, es demasiado, no puedo soportarlo, me agota me agobia me hace polvo me destroza me deja acabado. En esos momentos es cuando quiero suceder sin más. Ser un río que viaja cauce abajo. Necesito integrarme en la rueda temporal para recuperar las fuerzas suficientes como para seguir pensando. Necesito emborracharme —emborracharse no es beber, beber es parte de pero es otra cosa diferente—, o necesito caminar y romper esa frontera invisible que me saca de mí y me mete en lo que me rodea.

El pensamiento es una injusticia conforme al orden del tiempo, de eso estoy convencido. Hybris. Como bichos vivos supongo que, primordialmente, estamos preparados para vivir, no para razonar. Razonar no es vivir, es una celda temporal en un margen del tiempo en el que analizamos lo que el mundo es. Eso nos da múltiples ventajas sobre el resto de seres que suceden. Pero tiene su precio. El precio es no girar.

Y existe un momento más allá de los diez o doce mil pasos en el que… bueno, a estas alturas ya entendéis lo que quiero decir.

en eso estábamos

Así que hoy pedí medio día libre en el trabajo y recogí a mi madre para ir al funeral de su hermano, muerto por coronavirus en La Paz ayer a las cuatro de la tarde. Mi propio universo personal derramaba un montón de significados relacionados con esa etapa en la que los significados más persistentes se construyen, la infancia. Pero.

Pero uno: uno se va descreyendo de la infancia intentando no destruir lo esencial, que es y siempre es la sensación de maravilla. Es como que sabes que lo que recuerdas no tiene mucho que ver con lo que sucedió pero intentas que el hecho de saberlo no interfiera con el brillo. Y… aún así… no hay forma de remover la suspensión del juicio de ahí sin ir mermando el brillo. Al menos yo no lo he encontrado todavía.

Pero dos: de algún modo en una cosa como esta tu no eres más que lo contingente. Lo que pueda sentir tu madre con respecto a la muerte de su hermano retumba en tus oídos. Bum. Bum. Ella está actuando aquí, tú no eres más que un espectador. Uno privilegiado quizá –concedo si me presionas–, pero un espectador y ya está. Un espectador y gracias. Gracias.

Paramos a comer en una pequeña salida asfaltada que daba a un camino. Recorremos el camino mientras hacemos una videoconferencia con mis hermanas. "Eh, estamos bien, estamos aquí, todo va bien". Después comemos un bocadillo con las tortillas francesas que ha hecho mi madre y el pan de cristal que he comprado. Hay olivos con olivas arrugadas, pasadas. El campo es bonito, miramos lo que nos rodea. De postre nos comemos un par de palmeras chiquititas de chocolate. Volvemos a montarnos en el coche.

Llegamos a la plaza y saludamos, despacio. Gente, familia, individuos en grupo a los que no quieres ver porque hace mucho tiempo, mucho mucho tiempo, que los lazos se rompieron. Te preguntas si el mejor momento para retomar el contacto es justo cuando todos estamos tan jodidos y nadie tiene mucha idea de lo que está diciendo, pero (pero dos). La madre quiere ver el río después de saludar, nada que objetar al respecto. Pese al pero (pero uno) ver el río del pueblo amenaza con remover un montón de cosas que se posaron hace mucho. El río está bonito. Vamos al puente. Más pero (pero uno), más recuerdos. Le preguntas qué tal está. Parece mantener el tipo. Volvemos caminando a la plaza. Llega el coche fúnebre. Lo meten hasta la iglesia. Sacan la caja.

Uou (pero uno) (pero dos).

Un cura con una anticresta (cabeza rapada en el centro de la frente al cuello, pelo largo con rastas a ambos lados) que te parece simpático da el responso. Cuando termina hay que mover la caja dentro y no hay muchos voluntarios, coges tu parte, la cargas y la metes dentro. La caja no tiene asas, la madera del fondo resbala. Dentro hay unos soportes frente al altar en los que colocarla. Recuperas el aliento. La caja pesa y cansa (intentas no pensar en eso que no es madera que hace que la caja pese), pero lo ha hecho más el miedo a que se te resbalara sin poderlo controlar (mover las manos como si la estuvieras acariciando, aprovechar que se resbalara para ir ubicando una mano después de otra y no dejarla caer). Empieza la misa.

Estuve dentro hasta que mi madre salió fuera, cinco minutos después de que empezara. Me dio gel para limpiarme las manos por lo de la caja. Estuvimos escuchando la misa desde fuera. Yo la miraba intentando descifrar posibles signos de colapso (en sentido literario y no tanto). Hablábamos de cosas que no recuerdo, en voz baja, cosas que no tienen importancia ninguna pero que, como los "eh" o los "¿sabes?" en otro tipo de conversación sirven para saber que el otro sigue ahí, al otro lado. La misa termina.

Meten el féretro en el coche de nuevo, esta vez no hace falta que lo coja. El coche va despacio camino al cementerio, el cura detrás con lo suyo, mi madre va por una calle lateral y yo la sigo. Mi tío me dice que me ve gordo y me suena como si hablase desde dentro de una piscina. Recuerdo haber respondido algo blando, gomoso. Nos juntamos con el principal, dejamos pasar al coche. Al cura. A los primeros. Nos unimos después. Camino al cementerio hablamos con alguien de algo, algo que tiene que ver con la vida y el día a día y no con lo que estamos presenciando. Lo agradezco, pero no sé si me siento bien mientras lo hago.

El tío que me acaba de llamar gordo dice que no se cree que los chinos denunciaran la muerte de un chino cuando son 1300 millones. No sé exactamente de qué está hablando, así que le dejo hacer. Me pregunta que si estoy pensando en casarme. Reprimo con esfuerzo, uno del que no pensaba que sería capaz, el decirle que si me está haciendo una proposición. En cambio le digo que no tengo planes al respecto de momento.

Cuando miro a mi primo Antonio aparta la mirada con vergüenza. El explicar de qué podría llevarme doce años de este diario, así que lo dejo aquí para que el Miguel del futuro, si lee esto, entienda. Eso me hará ahorrar un montón de palabras.

Llegamos al cementerio. Mi madre se para en la tumba de mis abuelos, sus padres. Coloca las flores de plástico, la ayudo. Miramos. Miro los nombres en la lápida jurándome que voy a recordar los apellidos. Ya se me han olvidado. Nos acercamos a donde el féretro está sobre el par de tablas que están sobre el agujero. El cura hace lo suyo, que no es curar. Cuando terminan levantan con unas cuerdas el féretro, quitan las tablas y lo deslizan hacia abajo. No bajan a la vez, golpea los bordes, la epifanía previa de los rezos queda rara sobre los golpes de la madera en el cemento y los gritos de "cuidado, más hacia arriba, más hacia abajo". Dios será Dios y será sagrado, pero cuando terminas de invocarlo se manifiesta pedestre. Cuando llega al fondo alguien se mete en el agujero, y de pié sobre la caja echa cemento y pone unos ladrillos. El cura mira la cosa. La familia se destroza sobre el momento como los mosquitos contra el parabrisas mientras veníamos hasta aquí.

Tengo un ligero momento de "joder, ¿Santiago", pero (pero uno) (pero dos).

Nos acercamos a la puerta. Más fático o de contacto. Más "eh", vamos. Gente haciendo cosas de gente en una situación en la que no terminan de ver conveniente hacer cosas de gente. Volvemos a la tumba de sus padres, mis abuelos, vuelvo a mirar los apellidos (sigo sin recordar los segundos). Hablamos de no sé qué en la puerta del cementerio. Empiezo a notarme muy desfondado. Miro a mi madre. Ella empieza a caminar hacia el pueblo, tiene frío. Mejor en movimiento. La sigo. Un primo bombero que está trabajando de retén en la zona, el mismo del hablar con alguien de algo de antes, vuelve a hablar de más o menos lo mismo. Yo sigo sin tener claro si agradecérselo tanto es algo con lo que estar muy de acuerdo, pero joder. Joder.

Joder.

Llegamos a la plaza. Me quedo con el primo que voluntariamente y sin cobrarme nada a cambio sigue llenando el tiempo hablándome de lo mismo. La masa se va diluyendo. Mi madre me llama antes de que la disolución sea crítica, voy y me despido de los que quedan. Mi tía, la mujer del enterrado, se acuerda ahora de mi nombre, me da las gracias por haber ido. Me dice que a ver si ahora que no está mi tío… nos vemos más. Me pregunto si está intentando decirme que Santiago era un impedimento por algo, pero es evidente que está legalmente colocada (lo siento, pero lo es y es normal). Me lo pregunto muy fuerte hasta que recuerdo donde estoy y lo olvido. Me despido de sus hijos, mis primos. Ese par de desconocidos por cosas que son tan ajenas a nosotros como que llueva o no ahora mismo.

Mi tío me pregunta si podría adelantarle con mi cochecín y le digo que no soy muy de esas cosas, que siempre respeto los límites de velocidad. Va hacia su coche mientras me grita que ensaladas y ejercicio, de lado a lado de la plaza. "Ensalaaaaaadaaaas y ejerciiiiiiiiiiiicio". Se mete en el Mercedes poblando el aíre con más ondas sonoras de "Ensalaaaaaadaaaas y ejerciiiiiiiiiiiicio". Arrancan y se van. El tipo podría morir mañana y eso sería lo último que me ha dicho y eso es muy raro.

Esto no es fácil para nadie, me digo.

Me monto con la mare en el coche, hacemos el camino de vuelta y cuando estamos en mi zona le digo que podría llegar en una hora al pueblo, un sitio al que no voy nunca. Como si eso significara algo. Ella me dice que claro, pero que al ir a buscarla es mucho más tiempo y que es una pena que no haya un buen transporte público para… le digo que ir a buscarla no es tanto. Que por favor lo haga siempre que lo necesite. Que a mí no me cuesta y que si, por lo que sea, en un día en concreto sí lo hace que no se preocupe que yo se lo digo. Pero que no se corte. Que me dé la oportunidad de decirle que no. Así se lo digo: "dame la oportunidad de decirte que no".

Cuando llegamos a su casa sigue arrastrando el problema que tienen los vecinos con la llave del portal, para que abra hay que irla deslizando hacia atrás con el pulgar, moviendo milímetro a milímetro, hasta que encuentra el punto y gira. Se le atasca, yo le he dicho que la espero hasta que entre. Eso seguro que hace que se sienta más nerviosa y que no lo consiga. Me bajo del coche, subo al portal, cojo la llave, forcejeo un rato, abro. Me da las gracias. Luego me mira y me dice "por todo".

Por qué todo, me pregunto pero (pero uno) (pero dos), y estoy a punto de desfondarme del todo pero (pero dos), sin embargo, sonrío, le digo hasta mañana. La veo avanzar por el pasillo. Me meto en el coche. Estar vivo, a veces, es más o menos esto.