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Dentro-fuera

1.

Tienes miedo. Crees que
sobras. Piensas que por lástima
—o algo así—
sigo compartiendo Madrid
contigo.

Yo te escucho decir esto
y miro impotente tus pequeños
ojos húmedos.

Impotente te escucho. Sin palabras.
Sólo besos y abrazos que tiendo hacia ti
intentando que comprendas. Termino la
cerveza. Aún no sé decirte.

2.

Quiero que comprendas. Afuera la prisa. Aquí
dentro la cafetería y

estamos sentados. Alrededor las mesas y
aquí mismo La Mesa. Quiero y

me empeño. Caigo rendido y tú estás
a doscientos kilómetros de mí, no puedes y

te esfuerzas y no entiendes. No podría
decirte, ojalá pudiera señalar con el dedo y

mostrarte lo evidente. Lo que con palabras
no puedo. Y afuera Tú, Yo, y

adentro un hueco donde aún un dulce perfume
recuerda nuestra estancia, aquí,

dentro.

Y mientras

espero a que lleguen las ganas
para vestirme,
a que me conquiste el ánimo para
hacer algo,
llamas a la puerta y abro -cabreado
por la obligación de levantarme
sin estar preparado-,

y
“me he dejado mis libros”,
“no vas a llegar a tu clase
de las diez y media”,
“ya no me importa, ya no
puedo hacer nada”,

y lo curioso,
lo extraño del asunto,
es que nos metemos en la cama
y algo ha cambiado,
algo pequeño que no puedo
localizar para recolocarlo,

algo pertinaz y recalcitrante
que deforma el colchón y
hace que ya no encajen
bien los cuerpos,

y, como no lo encuentro
y tú tampoco, al final
no te queda más opción
que decir
“bueno, ahora sí,
de verdad tengo que irme”,
“¡vaya mundo!, tenemos que
volver a vernos con más tiempo”,
“¡oh!, seguro, en la mesa
te dejo mi teléfono”,
“¿te acompaño?”,
“no, no te preocupes, ya
conozco la puerta”,

como sé que no voy a
volverte a ver nunca, te digo
“cuídate”,
“no tengo otra cosa que hacer”,

y me quedo allí tumbado,
preguntando a todo el mundo
por qué las cosas suceden como
les viene en gana, según
su ánimo.

Y sólo responde el viento, aullando
más allá del cristal de la ventana.

Perfectamente convencido

de haber comprendido de una
vez y para siempre, te canto:

“Quédate con mis días,
con mis noches también,
quédate con mi vida
si no te vuelvo a ver,
quédate, no te marches,
que no te quiero perder,
quédate con mi cuerpo
de la cabeza a los pies… ”

Perfectamente convencido
de no tenerte te lo digo,
palabras que caen en vano
sobre tus oídos, que no cambian nada
lo ya dicho,
pero que, sin embargo, dibujan una
sonrisa complacida en tu boca
mientras te vistes,
mientras te redecoras con tu
lápiz de labios y te peinas
en el lavabo,
y yo estoy aún en la cama,
soñando con la noche que ahora
se diluye, con tus piernas y
mis propias palabras aún sonoras
en el aire viciado de humo de tabaco,
y tú terminas y me miras
como si fuera el único hombre
al que hubieras querido nunca,
te reclinas sobre las sábanas
que nos han tenido esta noche,

yo te beso como si fueras
la única mujer a la que hubiera
amado nunca,

y tú dices “gracias”

hermosa como la misma vida
recogida en un instante,

y también “tengo que irme, tengo clase
a las diez y media”

y es entonces cuando ya sólo quedan
las palabras y el humo,

tu aliento de café con prisas
y leche sobre mis mejillas
húmedas.

A Dany Hare.