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La tarde…

… cae, pesadamente,
sobre las banquetas grotescas
de la cafetería. Negro
y combado cielo anudando
nuestras sonrisas, compulsivamente,
en un pañuelo arrugado sobre
la mesa.

Aquello existía, porque nos
importaba, porque lo hacíamos
importante. De otro modo
se hubiera disuelto en el olvido,
en lo que no existe, en lo que
no existió jamás. Hasta que
otra preocupación lo materializase
ex nihilo. Hasta entonces,
nada.

Y la tarde embarraba, plomizamente,
los cafés, la conversación,
mientras tú y yo contribuíamos
eficazmente a la invención
de un mundo torcido que sería,
desde entonces,
instante.

Inocentes y malditos,
plenos y vacíos.

A la luz…

… de la tarde
aún pareces más hermosa. Digo,
y no yerro. Espero sentado
en la cama a que resucites del
sueño,
amarillo y avejentado,
de esta tarde de cera y
cuerda que nos abre, cálida,
su efímera pulpa inmortal.

Podemos invocar a las cosas,
y decir: sábanas, besos, caricias;
podemos pero sabemos
no hacerlo.

Y así nos vamos desvistiendo,
sin etiquetas, sin códigos de barras
fonéticos, inocentes y malditos,
plenos y vacíos.

Atravieso…

… el aire
dulcificado en sus corrientes.
No, hoy no existen televisores,
ni fuentes, ni calles, ni perfumes
ni hedores, ni respuestas
ni paradojas.

Hoy acojo el aire que
icástico me cubre, blanda
pero férreamente, enorme
y diminuto, irreal y
tangible; hoy aprisiono
el segundo y reniego de
nombrarlo, escojo el camino
que no se traza en ningún sitio.

Atravieso el aire
dulcificándome en sus corrientes.
Embriagado, formulo una
admiración y respiro:

por hoy, estoy salvado.