En las calles
empezaron a llamarlo. Cómo se reían
los borrachos, borrachos.
Aquel fantasma de tenue y
pobre voz fue macerando,
tomando una consistencia imposible
en los labios que, calmos y
aquietados, no cesaban de
nombrarlo.
Y fuimos olvidando aquello,
el principio, cuando ni voz ni
camino, ni luz ni sombra
aguardando en cada mañana,
cuando las estrellas no eran
sino brillos remotos que orlaban
la noche. Cuando Tú
y Yo eran olvido y no pertenecían
a ningún sitio, cuando esperaban,
dormidos, una palabra que se alzase
para despertarlos.
Y fuimos olvidando. Excepto los borrachos.
Su horda lúcida nos ha acompañado,
desde entonces,
transcurriendo en el estricto margen
de nuestros caminos torcidos.