Sentí no necesitar ya más lo superfluo
– ¿qué dios, qué satán produjo tal sortilegio? -,
poder caminar seguidamente sin los cadáveres que,
afianzados en mis costados,
golpean mis caderas cuando ando.
Sentí ser aire sin dueño volatizando
mis muertos -¿qué ángel, qué espectro
llamó a aquellos mis fracasos?-,
poder atravesar muros feraces de cemento
con el solo hálito de mis labios.
Sentí la levedad, la alegría desmedida
de lo liviano, aéreo, lo que emerge
de un suelo enfangado y busca el
pulsar vital de lo elevado.
– ¿Qué imbécil, que genio quiso desbastar
de tal forma mis pasos? -.