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Pudimos

Pudimos, tú y yo,
eludir
la
tarde
y
el
hambre.

Pero Tú y Yo no pudieron,
tú y yo sabíamos callar,
supimos hacerlo cuando estaba
todo a punto de que la nada
sucediese; cuando,
volátiles,
sumábamos aire en nuestros esfínteres.

Pero Ellos no supieron reír, no pudieron.
Y las noches asemejaron cárceles, enemigos
los soles y sus ejércitos las noctívaras
estrellas; amándose Tú y Yo no supieron
desbrozar de la llama el calor
y ambos se agostaron,
vencidos finalmente,
en su flamante infierno
inocente y maldito,
pleno y vacío.

Y tú y yo aún nos amamos
en alguna parte.

Sopla viento…

… en la casa azul
del perfecto durmiente. Revolotea
en los platos, los sofás,
las mesas, los cuadros estúpidos
y las sombras de las cortinas.
Juega a campana con la cadena
del váter, que cuelga zumbona
de la cisterna blanca,
allí arriba, sobre las cabezas.

Sopla viento y voy temiendo
el desenlace. Me callo, pero es
tarde. La palabra adora
su ritual de sangre. Yo soy
a veces el viento. Yo a veces
barrunto en mis ojos la enemistad
con la carne, con el espíritu,
con el beso y el pensamiento.

Enciendo un cigarro, dejo hacer
al aire. No puedo reprimir un último
ruego agonizante. Y digo:

(Viento).

No es el fango más que fango…

… y la tierra más que tierra. No somos
dioses, ni bastardos, ni humanos.
Marihonestas bien educadas que juegan
enfermizamente a disimular sus propios
hilos. Tomo café en un
buen escenario. Me diluyo. El
buen borracho bebe para hacerse
un hueco en el mundo (él está en
el margen del camino). El borracho sabio
no huye, demasiado paralelos y alejados
vuelan ya sus pasos. Demasiado
extrañas resultan sus voces:
las a veces acíbares,
las a ratos dulces.
El verdadero borracho desespera
en los relojes y envidia, ama a aquel
enredado sin esfuerzo
en los entresijos del
mundo.

Desespera y ama cuando anhela
su porción de mundo.