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Necesitaría escribir:

“Tu cerveza, helada, se dedicaba
a acristalar con turbio velo
el vaso. Desnuda eras una
diosa tiritando sobre la silla
de plástico. Tus piernas se
entrecruzan
(¿ahora?, ¿antes?, ¿alguna vez acaso?)
en sí mismas y
desvanecen el resto del mundo,
que empalidece ante tus rotundas
rodillas, espinillas, gemelos,
muslos, tobillos, dedos,
vello.

Vello rubio y aterciopelado
que cubre tu piel glauca de
inusitada ternura. Semeja un
tapiz de terciopelo verde,
el único lugar donde reposar
mi cabeza para elipsar la tarde
que se aleja, como una puta neófita,
con su jornal de olvido,
con su horror ante el segundo que aún se despide,
con su indefensa taciturnidad
de lenta mentira huida.

Y detrás el vacío.”

Amamos…

… los hechos. Nos emociona
decir:

“la ventana está rota”.

(¿Y qué es “ventana”?
¿Qué es “rota”?)

Miramos el diccionario y asentimos.
Todo está apodícticamente claro.

Y seguimos sin decir nada
cuando hablamos, y nos embriaga
aún así la logorrea que nos
atraviesa. Sómos sólo el
cobre conductor de la nada,
el dúctil filamento de la bombilla.
Estamos presentes cuando las cosas suceden,
nos emociona decir:

“Esto ha sucedido”.

(¿Qúe significa “esto”?
¿Qué hemos visto, oído, vivido?)