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Lugar

«Ando estos días vagabundeando de tu mano y hasta el final del mundo,
y duermo en doble fila, vivo a todo trapo.
Ésta es la vida que yo quería para mí.
Pero no es la vida que tú querías para mí.»

Doble fila. Quique González.

Muebles de color caoba

(tu espalda, bajo la luz de la lámpara,
se arquea y proyecta sombras
tras tus costillas),

me gustaría que todo tuviera tintes azules

(el sol que no entra por la ventana
remolonea en la persiana y la impregna
de calor),

cojo el ritmo de las olas mientras rompo
en la derrota de no saber qué hacer…

mientras hago.

Cosas del estar metido en medio de ninguna parte,
de buscar una solución conciliadora,
de permitir que todo y nada sean partes indoloras
de una realidad que no veo.

Todo y nada, que no entran por la ventana,
remolonean en la persiana y la impregnan
de frío, de un terrible frío azul
que se siente en las sillas, en el suelo, en los velos

(pongo velos donde la realidad es más evidente),

me gustaría dominar exactamente la ubicación del lugar
que de algún modo me está llamando

(pongo velos por todas partes),

la luz de la lampara tiñe tu espalda, que se arquea
delante de mí,
mientras te remueves dócil en una silla
de la que voy descolgando fotografías,
retratos rotos parciales de un universo que ni comprendo
ni conozco.

Me gusta pasar el tiempo así,
si es que hay que pasarlo de algún modo,
hasta que todo-lo-que-será-todo llegué,
mientras todo-lo-que-será-todo llega.

(Colaboré en la apertura de los bares que frecuento,
porque puse mi fé en ellos igual que otros lo hacen
en una marca de televisores o de piezas para el coche,
ni mejor ni peor, sino del mismo modo.

Del mismo modo me acuesto por las noches con
los pies fríos, los ojos abiertos,
la boca seca, pretendiendo haber hecho algo
útil para algo en este camino

que sigue igual de desconocido que siempre,

pero con un desconocimiento más profundo,
más consciente de sí mismo y sus ramificaciones.)

Las tres de la tarde mientras tomamos ron con limón
y nos descubrimos las verdades a medias

que sólo descubrimos a los demás

cuando son las tres de la tarde y el sol no entra por la ventana
mientras deja su calor,
cuando son las tres de la tarde y todo y nada no entran por la ventana
mientras dejan su frío azul.

Tu espalda, que se arquea y proyecta sombras,
es el velo de tus ojos, la realidad espejo más evidente
de todo lo que hay.

Prefiero no mirar ahí.
Ya he estado allí, y no es agradable sin estar borracho del todo.
Prefiero no mirar, de verdad.
Prefiero permitirle a la lampara que sea el único sol,
permitirle a estos minutos que sean la única verdad, en sí mismos.

Que sean ese lugar donde radican
todas las respuestas.

Y si me dices que me estoy mintiendo te diré que,
al fin y al cabo, tú no tienes nada mejor.
Y si me dices que me estoy mintiendo te diré que,
al fin y al cabo, tú no tienes nada decente.
Lo que tú llamas realidad tiene ojos, y dientes,
y sus miradas son como directos a la mandíbula.
Puedo decirlo de primera mano.

Si sigues insistiendo te diré que tú también te mientes,
pero no tan consciente ni tan valientemente.

(Se puede ser valiente en la mentira
como se puede ser valiente en la derrota,
la victoria y la verdad están sobrevaloradas
porque siempre son efímeras,
alcanzarlas nunca es algo definitivo).

Y estaré ahí mirándote mientras cierras la puerta
cuando te vayas. Y aunque lo niegues, en ese instante
seguirán tras la persiana el sol, todo y nada.

Mirando cómo te vas un segundo
y volviendo a concentrarse en mí justo al siguiente.

Interruptus

«Era un animal con ojos. Los ojos, muertos y transformados en piedra, estaban mirándole en ese mismo instante. Se trataba de uno de los crustáceos primitivos llamados trilobites.»

Un par de ojos azules. Thomas Hardy.

Ya digo,
ojos, pies cansados, cabeza cansada,
luz de almohada sobre la madrugada cuando,
exhausto,
me detengo.

Busco el pulsador del timbre
para llamar a la enfermera. Detengo el tiempo en ello.

Espero un segundo, luego otro,
después abro los ojos.

Sobre la mesa encuentro una baraja de cartas,
un paquete de tabaco, un cenicero, el móvil, la solapa
torcida de un libro abandonado,
no sé quién va a reír el último en todo esto.

El que fui, el que aún no soy,
el que está aunque no le dejo salir,
el que habla, el que gana alguna vez y pierde otras tantas.

A veces son demasiados.

Es demasiado tarde.
No hay enfermera alguna.
Hace demasiado frío aquí dentro.
Tengo poco tiempo para dormir.

Busco el silencio en mi cabeza.
Lo encuentro.
Me duermo.

Luisa, Manuel

La camisa está colgada en una percha del tirador de la puerta del baño, húmeda en el pecho pero perfectamente limpia, y Luisa realiza eficientemente su trabajo diario entre las piernas de Manuel, que está sentado en su silla y piensa “maldita sea, lo único que le falta a este despacho es una tele y un vídeo, sería estupendo tener ahora delante una buena película porno”. De su boca salen gorgoritos roncos cada vez que Luisa rompe en las rocas decrépitas y encanecidas de su vello púbico con movimientos rítmicos. “Una película porno en la que una tía buenísima de dieciséis años es dada por todos los agujeros posibles con no buena intención por diez o doce tíos. Oh, sí…”

“¡Luisa, coño, aparta, que te voy a poner perdida!”

“¡Joder, Manuel!, ¿no vas a aprender nunca a coger un cleenex?”

Y el semen de Manuel rompe el aire y fecunda de nuevo la alfombra, exactamente igual y del mismo modo que en los últimos veinte años, aunque con menos fuerza, sin alcanzar la prodigiosa distancia de las manchas más distantes, las de su formidable vigor de los treinta años. Yace extenuado en la silla mientras mira a Luisa peinarse rutinariamente y piensa, justo antes de dormirse, “maldita sea, tengo que arreglar lo de la tele y el vídeo, lástima de película porno…”