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pastan las cabras

Tales palabras son un modo de ser de todas las palabras, que no se identifica con su impotencia para decir de una vez sino, por un lado, para quedar reducidas a un decir que en modo alguno sea y, por otro, para limitarse a ser sin decir. Pero, en especial, por su potencia de no llegar a ser nunca del todo, su potencia de no poder tan sólo ser, su capacidad de ser como sin ser, que es lo que les permite decir que no son, sin más, lo que dicen y que precisamente eso es lo que dicen.

Angel Gabilondo, Menos que palabras.

Un ronroneo sordo viene de mi regazo, pero no de mi interior.
Úrsula espira y luego vuelve a roncar. Su mano se vuelve flácida en torno a mi polla. Se arrastra sobre mí. Su pelo me cae sobre las piernas. Su oreja suave y cálida se me hunde en el vientre.
A través de la espalda de mi camisa me pica el heno.
Los pollos arañan el polvo y el heno. Las arañas dan vueltas.

Chuck Palahniuk, Asfixia.

Estábamos allí, en el bar, mientras todo sucedía alrededor. Cada uno por sus motivos. Cada cual por sus chines, por sus problemas, por sus basuras, por sus intentos de no perderse en todo este camino. Estamos muertos, pero eso es cierto para todos aun antes de nacer. Mientras tanto, matamos el tiempo como podemos.

A mí me llamaban de cuando en cuando y ya sabía que tendría que irme pronto a otra parte. Sabía que no podía compartir el no hacer nada mucho tiempo más. Y no me sentía mejor por ello, sino todo lo contrario. Yo me hubiera quedado allí chuzándome hasta involucionar como todos, no conscientemente pero sí voluntariamente. Yo hubiera muerto por tu risa, pero tú ya habías muerto por entonces. Ahora me quedaba todo lo demás. Todo esto, amigo mio, sigue sucediendo aunque yo no entienda muy bien cómo.

En el fondo de todo, me dije antes de irme, está la necesidad de seguir siendo. No es fácil concretar, pero está la necesidad. Está la obligatoriedad, que es peor. Cuando dudas lo jodes. Cuando piensas dudas. Y lo jodes todo.

A través de la espalda de mi camisa me pica el heno.

Ese es mi contacto con la realidad. Las palabras existen porque configuran. Pero a mí, realmente, me da igual que existan.

A mí me sirven porque sugieren, es más lo que explican que lo que dicen. Pintan mucho mejor que hablan. Parece pretencioso, pero no lo es: yo en la cabeza tengo cuadros, no argumentos. Yo en la cabeza tengo imágenes.

(Palabras que reconocen no ser nada, reconocen ser cualquier cosa).

Reconocen sugerir, no definen.

Sigo siendo. Es extraño sentir el picor del heno en la espalda.

Como si.

pájaros sin patas, coños sin pelo

Nadie puede salvarte. Es un hecho.

Nadie puede salvarte porque, simplemente, nadie tiene ese alicate en la bolsa.

Días de esos en los que le quieres arrancar las patas a todos los pajaritos. Para que no dejen jamás de volar, y para intentar hacer algo de poesía de eso. Intentar hacer algo de poesía, en cualquier caso.

Días en los que quieres coger a las niñas que enseñan dulces y pezones y caracolas de colores ensortijadas en el pelo y decirles que acabarán acabadas silenciadas por la hipoteca y una relación mediana tíbia casi fría y una vida reseca reseca reseca vida reseca de adulto adocenado en el curro y la tele y poner lavadoras los domingos como único único único momento estulto de soledad y comprensión.

Pero coges tus cervezas y te metes en casa.

Te metes en casa como único lugar posible, a seguir currando.

El sol te echa de menos, te lo han dicho. Tú respondes que ves al puto sol cuando vas al chino a por litros.

Le respondes al sol que sólo tiene que atravesar la puta puerta para verte. Si le da la gana, claro.

Y te llaman para-ver-qué-tal (y nunca es sólo eso).

No, hoy no vamos a tomar unas coca-colas con bravas para charlar de lo que se te pasa por la cabeza. Hoy no me importas.

No me importas nunca.

Pero el fin de semana jugaré a que sí y te escucharé sólo para poder follarte después. Después cuando los litros vacíos y «cómo me gustas» y tus bragas en los tobillos como bandera, profesión, declaración de intenciones y localización vital extensa. Cuando me lave las manos en el lavabo, cuando coja la toalla mientras meas y te toree porque te hace gracia y entonces vuelvas y volvamos de nuevo a la cama y nos confundamos y nos mareemos y tomemos más cerveza y todo enmarcado en el cuadro informe de mis sábanas sucias y llenas de ti y de mí y vacías de todo lo demás.

Vacías de todo lo demás.

Joder, ese es el momento en el que existes en esta cabeza.

¿No te parece suficiente?

Otras estuvieron antes, otras vendrán después. Y sin nada que añadir debo añadir que los posos que dejaron no han construido mundos más felices.

Más bien debo decir que dejaron bombas-lapa que no hacen más que dar por culo. Mi vida es un puto agujero en el que no sobra el amor, pero tampoco falta. Mi vida es un lugar que sería mucho más tranquilo si no tuviera marcas en el parquet de cada zapato que pasó por mi salón. De cada pelo de coño que adornó mi dormitorio. Los pelos de coño en las sábanas son algo curioso cuando andas en plena adolescencia.

Después, depende.

A mí, hoy por hoy, me dejan frío. A mí, hoy por hoy, me gustaría que me dejaran más frío. Congelado. Criogenizado. Los pájaros sin patas volarían siempre. Los coños sin pelos no dejarían ese cierto regusto a podredumbre. Los pies sin zapatos no dejarían marcas en el parquet. Las niñas que no crecen, nunca jamás se resecan en una vida que no las merece y las destroza. Las holas y los adioses no serían jamás más que eso. Las tetas siempre tendrían los pezones erizados (yyyyyyy y, y, y, joder el momento de nos vemos luego, tengo prisa, tío, te echo de menos, a ver si encontramos un momento, tengo un montón de cosas que decirte, joder, qué gusto verte, y y y y y y mantas, mantas que no cubren, que no tapan, que no calientan con todo este puto frío que reinante reina).

Un pedacito de cielo cuando el viernes te vea entrar por la puerta.

Mientras tanto, menos que nada.

Yo he puesto el tablero, he dispuesto las fichas.

Joder. No te puedo dar más pistas.

Es un puto juego.

Dejé mis palabras sobre la mesa cuando supe que venías. Tú las usaste para hacer fuego. Las frotaste lentamente hasta que saltó la chispa. Artesanía del cariño.

Entonces se hizo la luz. Se dispararon los fotones.

Duró un segundo. Y ese segundo duró para siempre.

Pero sólo duró un miserable segundo.

Después, nada. Menos que nada.

Como si nada hubiera sucedido.

reflejos estropeados

¿Dónde has estado? Mi huida era una torpe respuesta a esa obsesiva compulsión con los mecheros. Se sentaba en el marco de la ventana, con los pies fuera, en el aire, y sacaba un mechero tras otro y se daba fuego diez, veinte veces. No podía evitarlo. De otro modo se pasaba toda la tarde en la bañera, con un abrigo encima y temblando. Hasta que se dormía. Entonces yo la cogía entre mis brazos y la llevaba a la cama.

Por eso siempre cedía y salía a comprarle los mecheros, para evitar las tardes de bañera, abrigo y temblores. Terminábamos de hacer el amor y se sentaba en la ventana. Y entonces yo oía los 20 «clicks» de las 20 veces que 20 piedras diferentes hacían fuego. Cada una de las 20 me desquiciaba, claro, pero era el mal menor.

Ir a mear y verla allí, tiritando en la porcelana, era mucho peor.

¿Y qué haces? Pues lo tópico, entrar y salir, dar una vuelta. Sentarme en un parque a ver cómo las horas se joden unas a otras mientras recapacito un poco y me evado un rato. Quedar con alguien, tomar café en una mesa de salón. ¿En la mesa del salón? Sí, una mesa con sillas, un lugar centrado en el que dar vueltas con la cucharilla y acomodarse en lo cotidiano, aferrarse a algo. Aferrarse a algo. Algo sencillo, ¿sabes?, algo simple. Algo que no requiera mucho esfuerzo y a la vez lo sea todo, lo componga todo, lo dignifique todo. Hablar del trabajo, de la última enfermedad tonta y simplona, del último par de zapatos que me he comprado o que alguien se ha comprado. Eso también es la vida, deberías saberlo. Eso también es parte de todo esto.

¿Y ella? Ella estaría allí, encendiéndose una y otra vez el mismo cigarro. Conjurando demonios que sólo están en su cabeza pero amenazan con salir y devorarlo todo. Su padre la quemaba los brazos, ¿lo sabes? Por supuesto que lo sé, no puedo dejar de saberlo, pero eso fue hace mucho tiempo, me temo. Hace un huevo de tiempo. Ahora ya no está su padre, y no hay más cigarros que los que ella fuma conjurándole. Su padre está muerto, pero es ella la que sigue reviviéndole cada segundo, fumando o en la bañera. Su padre sigue existiendo gracias a ella. Eso me deja un poco tocado. Eso y que sus demonios tengan intenciones tan expansionistas. Eso y que parezca tan endeble, tiritando en la bañera, tan endeble y tan hermosa a la vez, tiritando y preciosa.

A veces me pregunto si es preciosa fuera de esa imagen. Lejos de ese cuadro. Fuera de esa escena.

O si sólo me parece preciosa allí.

Pero eso no importa demasiado
. No, realmente no importa nada.

Un rato después vuelvo a casa y me pregunta ¿dónde has estado?, dando una vuelta, le digo, comprándote mecheros, un par de ellos se te estaban terminando. Te los dejo aquí mismo. ¿En la mesa del salón? Sí, al lado del cenicero. Hace una noche preciosa. ¿Y ella? Sabes que ella ya no está. Que hace tiempo que la evaporé, que terminé con todo. Su padre la quemaba los brazos, ¿lo sabes? Por supuesto que lo sé. Mi padre murió mucho antes de poder darle un abrazo sincero, mucho antes de decirle «te quiero», mucho antes de pegarle una hostia en la boca jugando a los tipos duros mientras encajo su puño en el estómago. Los padres hacen eso todo el tiempo, no pueden evitarlo. Eso por sí sólo no puede significar amor eterno. No debe. No puede.


Pero eso no importa demasiado
.

No, realmente no importa en absoluto.