Ayer fue una tarde apática, de mezcolanza de recuerdos y de instantáneas cerebrales sobre Lore y sobre mí mismo, de búsqueda entre escrituras de hipotecas y llamadas absolutamente incoherentes en mi estado actual, casi catatónico, o mejor autista, imbuido dentro de mí. Lore y yo nos mandamos mensajes (lo reconozco, yo mandé el primero), y en uno de ellos me dijo que no estaba en su mejor momento. Tengo perfecta consciencia de que su bajón no tiene nada que ver conmigo, o con lo que tuvo conmigo, así que decidí ir a echarla una mano, aunque ella me comentó que no quería hablar de ello en ese momento, que ya hablaríamos (y eso siempre es enigmático, de doble forma; por un lado me quedé medio machacado con la idea de que Lore estuviera jodida por algo y ya no pudiera ni siquiera contármelo, eso reduce la amistad a una situación casi nula; por otra parte, el ya hablaremos es siempre enigmático de por sí, encierra una posible revelación destructiva o regeneradora). Y al salir del curro me fui andando a casa (porque soy una contradicción en mí mismo, podía haber cogido un bus justo enfrente del trabajo) y en Los Guerrilleros cogí el autobús a Madrid, después el Metro de la 10 a Tribunal. Aparecí allí, escupido por el túnel de metro. Me había montado en Plaza Castilla, que para mí siempre ha sido parte de Alcobendas, de lo propio, y había salido en el reino no de lo desconocido, sino de lo atractivo. Me quedé en la puerta, pero no llamé. No llamé porque Lele no quería hablar de ello y porque yo no quería verla. Es una historia larga, que ya resumiré en otra parte, o aquí mismo, si tengo ganas luego. Me metí en un bar, sin un duro en el bolsillo. Eso puede no ser un problema un sábado, pero desde luego sí lo es un martes. Estuve pidiendo una caña detrás de otra, esperando un momento que no llegaba. Estuve tentado de llamar a Lele para que me echara una mano, pero no me decidí, sería volver al mismo juego estúpido que no quiero en ningún caso. De repente se presentó la oportunidad, entró un grupo grande de gente, y con la misma sencillez, con la misma absoluta simplicidad yo salí por la puerta. Estaba en la calle, tenía dominados los cinco sentidos, estaba en el barrio de ella y no tenía ninguna necesidad de verla, es más, lo consideraba incluso insano (pero no por el daño, ya lo explicaré en otro momento) y no me costaba resistirme a las inclinaciones del pecho. Daba vueltas por Tribunal, pensando si tomarme más cervezas o irme a casa, dudando de otro golpe de suerte. Deambulando, sentándome en los bancos de por allí, mirando el cielo de un gris tabaco impoluto, fumando lentos cigarros, siempre sentado, observando la gente pasar, los coches moverse. Todos van a alguna parte, pero supongo que nunca van a ninguna, se limitan a trazar círculos con sus vidas, a rellenar los huecos, los pequeños vacíos, los vanos de sus pechos, siempre el mismo recorrido nervioso y patológico. Yo, sin embargo, no tenía necesidad de ir a ninguna parte. Podía haberme pasado allí la noche entera, viendo las calles vaciarse, si no hubiera sido porque alguien me saludó, un antiguo compañero de la facultad. Normalmente me hubiera limitado a saludarle, medio con desdén, pero últimamente las cosas van por otra parte, así que cuando empezó una conversación le seguí el juego, para ver a dónde conducía, para meterme dentro de su cabeza. Me ofrecó tomar algo algo, le contesté que estaba arruinado. Bueno, tronko, eso no importa. Y eso es casi como una plegaria bendita que te llega a los oídos, porque realmente no importa, y aunque esto sea la falsa ilusión de un día lo acepto, no más escapaditas esta noche. Fuimos a un lugar de ultradiseño de por allí (en contra de mis deseos) y pedimos un par de tercios de Calsberg (no había Mahou), y empezamos a hablar después de dos o tres, porque siempre es necesario romper el hielo de los años antes de hacer nada. Él me contó la historia de siempre, hacía tres años que había terminado la carrera y trabajaba en una tienda de ropa, jodido y confundido. Los estudiantes de filosofía siempre tienen la cabeza un tanto dañada, no son capaces de adaptarse a lo que las cosas traen, porque su cabeza está cien metros por encima de las cosas, cien mundos delante. Y no digo, en ningún momento, que eso sea bueno, o correcto, ni mucho menos cierto. Yo le conté lo de Lele (todo el mundo la conoce, siempre la tuve en la boca bastante más que en el corazón, al menos en las últimas épocas de convivencia, el resto del tiempo a partes iguales) y lo de mi situación, y aunque me dijo que era una putada no tener pelas, sentí un brillo en sus pupilas que me decía que estaba muy bien eso de vivir solo. Es todo un juego místico, al final, si no te cuidas, vivir sólo es como cualquier cosa, está lleno de lavadoras, de fregadas de salón y de cocina, pero eso podría parecerle maravilloso si se lo cuento, así que no lo hago. Dejemos que el tiempo enseñe la lección de mañana cuando llegue el momento. Pero bueno, un juego al fin y al cabo, porque yo también lo siento como infinitamente gozoso cuando le echo mística al asunto, y lo disfruto como un cabrón. La mística hace la vida interesante, es cuestión de encontrar el tipo de ensoñación que te satisface. El tipo de realidad en la que quieres convertir al mundo. Todo el mundo lo hace, lo que pasa es que muchos de ellos no tienen ni idea del control que pueden llegar a tener sobre cómo perciben el mundo. Muchos se atragantan con él, y no se dan cuenta de que la mano que se lo mete por el culo es su propia mano, deforme y equivocada. Yo mismo, en el último año, he ido percibiendo cómo la vida se vaciaba, cómo se iba volviendo uniforme y minúscula, llena de sitios y caras conocidas. Pero, sin embargo, al mismo tiempo, cada vez que se me presentaba una oportunidad de abrir las cosas la rechazaba. Cuántas veces he vuelto a ver a una persona importante en mi vida y he cruzado medio saludo nada más, o una conversación estúpida. Cuántas veces he dejado de ir a ver a gente conocida porque pensaba que aquello estaba más que vivido ya, que no habría nada digno de mención en aquello. La vida no se estaba cerrando, sino que yo mismo la estaba encerrando en una jaula dorada. Hablamos durante largo tiempo, bebimos muchas cervezas, pero yo no me sentía para nada borracho, sino más bien exultante, y cometí el error de intentar explicarle lo que tenía dentro, cometí el error de pensar que un compañero de filosofía podría entenderme perfectamente, sin darme cuenta de su propio horror putrefacto y estancado no me va a permitir nunca romper la coraza externa de resentimiento. Esa quemazón, ese desarraigo de uno mismo, esa negación de la vida y de sus posibilidades, puede acabar con cualquiera. Casi acabó conmigo, justo antes del Gran Estallido, del gran momento en el que todo reventó y ya no tenía sentido estar asustado, porque no había nada que perder. Se lo dije una vez a Lore: «preocúpate por ti, porque yo estoy acabado». ¿Son esas palabras de un ser vivo, o más bien de una mesa? En realidad de ambos, porque creo que inconscientemente me refería a que el Miguel acojonado, acobardado por las cosas y por la misma vida, el Miguel que se veía a sí mismo como una entidad carente completamente de posibilidades, estaba acabado. Ese Miguel me da asco ahora mismo, enfangado en estupideces como si fueran el mismo origen y sostén de la vida. Pero todo fue culpa del miedo, de mi propio empeño en cerrar las cosas para alcanzar una celda cómoda, segura, sin sobresaltos y, como no, por todo ello, absolutamente vacía, repleta de nadas que me ninguneaban constantemente y me robaban el alma, respeté las cervezas de mi vida anterior, pero se convirtieron en un catalizador de nadas, porque ya no había nada que estuviera revolucionando mi cerebro, y de ahí la medio depresión, de ahí la rabia, de ahí el dolor expresado en violencia. Necesitaba el sexo y la cerveza, porque eran lo único que me quedaba de un ser vivo atrapado en el tronco de un árbol muerto, seco, carboni
zado, fosilizado, de piedra bruta sobre la blanda carne del vivo, que sangraba, se hacía daño al intentar salir y no saber cómo. Luego Lore hizo lo que hizo y reventó el tronco seco, basado en la seguridad de una vida tonta con Lore (hay otras, pero no supe o supimos escoger bien), basado en su calor no tenía sentido sin ella. Y el Miguel vivo de dentro lo primero que hizo al sentirse libre fue llorar, porque tenía la sensación de haber perdido lo más hermoso que jamás había conocido y, es más, tenía la sensación de no haber sabido vivirlo. Y ahora sí que tenía la certeza de saber vivirlo, pero ahora ya era tarde, ya estaba todo acabado y sólo podía reprocharse no haber sabido, haber tomado una desviación equivocada. Pero todo sangra hasta que cicatriza, y con mis huellas y mis lecciones aprendidas retomé el pulso de los días y descubrí hasta que punto también había roto la misma vida con mi estupidez. Lo único bueno de esto es que la vida se puede recuperar, sin embargo a Lorelay no. Terminamos la última cerveza, nos echaron del bar. Él seguía diciéndome que todas estas verdades que me rondan la cabeza no son sino un intento de resignación ante el abandono de Lele, un intento de conformarme con lo que tengo y soy para olvidar lo que fui y tuve. Me dijo que tanto odio por lo pasado no es sino un escorzo para encerrarlo y que no duela, y en cierto modo puede tener razón, porque no hay nada cierto, pero lo únicamente verdadero es que esta forma de percibir el mundo me hace sentir bien, y ese, si no es el camino, al menos es la vera del camino. Nos despedimos, habíamos hablado largo sobre él, sobre mí. Y sin embargo todo podía haber quedado en un qué tal y un nos vemos, si no me ando listo. En cualquier caso nunca se sabe, también podía haber sido un infierno de conversación que hubiera tenido que soportar un rato. Volví a mi banco, allí sentado. El reloj me decía las cuatro de la mañana, pero no tenía prisa. Hacía un frío de cojones. No quedaban bares abiertos. Empecé a caminar para entrar en calor, y metido de lleno en la perspectiva y las cosas me dieron las ocho de la mañana. No voy a entrar en detalles, porque los pensamientos que me rondaron la cabeza son aún crisálidas; mientras paseaba cerca de su casa, cerca de donde vive. Tentado estuve de llamarla para desayunar juntos, pero no quería explicarle nada. Todavía no. Quizá cuando todo esté muerto de veras, todo este inmenso, orondo y asqueroso Miguel. Podría reconstruirme con ella, ahora mismo, pero sé que ella no está dispuesta, así que vuelve a ser como querer ser un mamut, no rompe nada. Me fui directamente a clase, cogí el bus a la facultad de Plaza Castilla. Más que a una conferencia del barroco, fui a una exposición de portadas de libros del barroco, mientras el tío nos contaba los entresijos de las relaciones humanas que estaban en medio de todo, configurando todo lo que se hizo. Una experiencia reveladora, en cualquier caso, o confirmadora. Después, en la cafetería, me encontré a Yeti, que ahora anda haciendo historia, y me invitó a un café. Me habló de la situación de la gente que termina la carrera, y me deprimió un poco. Llevé el tema a Miller, para no deprimirme del todo, y no estuvo mal. Luego cogí el tren, caminé, estoy hecho polvo, pero escribo esto. Al llegar me he encontrado todas las luces encendidas. Mi cabeza bulle al mismo tiempo con otras cosas, oscilando sobre ellas, intentando saborearlas, meterlas en mí o meterme yo en ellas. No pienso dormir ahora, ahora mismo me voy a buscar algo de realidad entre tanta información sensorial desordenada.