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suceder

Uno siempre se embriaga con o es transido por una gran historia: un gran amor, una gran novela, una gran película. O incluso con todo eso mediocre. El tema es que el propio aburrimiento de uno mismo (carnaval) puede jugar una triste pasada y hacer que se olvide lo importante. Si es que hay algo importante. En realidad, no hay nada importante en general. Pero sí que hay cosas importantes para uno. Lo relativo empieza en los demás, en lo propio hay un carácter revisionista mezclado con un constante presente. Lo relativo, repito, comienza cuando uno comunica sus verdades (en posibilidad de constante revisión, pero verdades en un momento dado) a los demás.

Y, aún a riesgo de cometer un error garrafal, voy a generalizar, contra mi costumbre, porque creo que en este caso está justificado: aunque sé que el tiempo derrumba generalidades de un plumazo, sin inmutarse.

Tú nunca vas a estar en mi cabeza. Jamás. Yo puedo intentar estar cerca de otras cabezas. Creo que soy particularmente bueno en eso (aunque quizá sea un error y en lo que sea bueno es en tomar perspectiva, mi perspectiva, sobre las demás cabezas). Pero nunca estoy en otras cabezas, nunca las saboreo. Punto 1.

Uno siempre tiene tendencia a embarcarse en historias, grandes, pequeñas, mediocres: no importa. El tema es que siempre tengo tendencia a merodear escenas que no son mías, normalmente desde mi propia cabeza. No siempre.

Y eso no es malo mientras sea en mi cabeza en la que me mantenga. Punto 2.

Trabazón de nivel místico, o altruista: lo único que realmente le puedo aportar al mundo es lo que me hace particular. Además serlo no me lleva mucho esfuerzo, ni a mí ni a nadie: somos lo que somos y desde ese eje de ordenadas y abscisas nos comunicamos con lo demás. Si me embarco en una derrota que anula mi perspectiva le hago un flaco favor al mundo. No importa la mucha o poca repercusión de lo que aporto en el torrente de las cosas: importa que es cierto que sólo yo puedo hacer la aportación que sólo yo puedo hacer. Conclusión: anularme es negarle al mundo todo aquello que sólo yo le puedo dar. No me importa que alguien me diga que nuestra obligación (según la teodicea cualquiera dada) es ser uno más: el hecho es que aunque intentemos todo lo contrario nuestra óptica es nuestra, y aunque sea en ridículos matices -en condiciones extremas- no lo es de nadie más. Ahí no dogmatizo, creo, sino que digo que todo lo que me ha configurado como soy me ha hecho diferente, aunque tú hayas estado a mi lado todo el tiempo. Creo que enuncio un hecho. Este es el punto crucial: toda cabeza se hace diferente, por la mezcolanza de experiencias, interpretaciones, consejos y educaciones diferentes. Creo que echar un vistazo a los resultados de estudios de gemelos univitelinos criados en diferentes lugares puede dar una idea de la relevancia real (y sin menosprecio alguno) de la genética en este asunto.

Trabazón de nivel personal, o egoísta: al fin y al cabo, independientemente de todo, lo único que con cruda certeza y en todas las condiciones tengo es a mí mismo. No soy cartesiano, o no en ese punto, no desdoblo. El tipo, la cosa, el ser, el agujero, el viento que siempre tienes contigo es a ti mismo. Nunca te dejas para tomar unas copas lejos. El hecho es que ni siquiera cuando te silencias por el motivo que plugiera te abandonas del todo: siempre existes en forma de asincronismos, pequeños tics, cosas que no encajan del todo. Notas discordantes.

A nivel explicativo todo esto funciona bastante bien, y ahí termina la generalización. Particularizo mi verdad del tiempo presente, o lo que yo entiendo como verdad en el tiempo presente. La vida es un asunto tremendo, relativo, caótico, extraño. Mi yo finito que está abocado dejar de ser (me faltan pruebas fehacientes para afirmar otra cosa) aporta a un torrente que no termino de comprender del todo algunas cosas, que tampoco comprendo ni escojo: no tengo poder sobre ello. Pero sí tengo el poder de anularme y convertirme en una suerte de asincronismos, tics, notas discordantes: es más, tengo tendencia a ello durante un tiempo en función de la belleza de la historia, del asunto. Pero no más de ahí. No más allá de un momento. Aún así, cuando lo hago cometo una falta contra el mundo y contra mí mismo. Puedo polemizar sobre la vida, pero la vida existe, es, sucede, se da. Polemizar sobre ella siempre es un asunto raro, porque se da en su propio marco: sólo desde la vida pongo la vida en tela de juicio.

Y entonces es cuando me doy cuenta que las dos trabazones puede que sean ciertas, pero para mí no son relevantes: el tema es que quiero, desde el momento presente, vivir, aunque siempre vivo, o sentirme vivo, aunque ya estoy vivo. Y lo único que necesito para sentirme vivo es ser consciente de que estoy vivo. Es ser consciente lo importante porque de hecho estoy vivo. Y si no lo estuviera no sería consciente de nada. No me importa aportarle al mundo nada (aunque eso es algo que se da sin más), me importa vivir lo que me toca siendo consciente de que estoy vivo.

Anaximandro, por ejemplo, y según una interpretación de un párrafo suyo que ya anda por este museo, pensaba que la vida era una injusticia conforme al orden de las cosas que se expiaba volviendo a la no-vida después de un tiempo breve. Es decir, que reparaba a sí misma. Decía:

“Allí donde está la génesis de las cosas que existen, allí mismo tienen estas que destruirse por necesidad. Pues ellas tienen que cumplir mutuamente expiación y penitencia por su injusticia conforme al orden del tiempo.” (una traducción más inquietante aquí)

Y uno está de acuerdo con ello, pero lo importante para mí que estoy vivo e injusto es el mientras tanto. La vida es lo que tengo, y en su justa medida: no soy más importante que nada, soy dentro de todo. Y el jugo, el zumo está en el mientras tanto. Se hará lo que se pueda… mientras tanto. Después será la nada, y el olvido, pero si no hay transcurrir, desde mi modesta perspectiva de ser vivo, no hay nada que merezca suceder, ni ser contado.