Habíamos terminado de prensar los primeros restos de chatarra cuando llegó el mensajero. No traía nada especial, pero el hecho de que se largase nada más entregar el paquete, sin preguntarnos nada, esforzándose visiblemente por no echarle un vistazo a aquello, nos hizo sospechar. Había sido error nuestro dejarle entrar hasta el fondo, desde luego, pero no siempre puedes estar tan atento a todo como para evitar esos pequeños despistes. A veces, sencillamente, todo va bien y te confías más de lo que conviene. Podía ser significar algo, pero también podía no significar nada en absoluto. Marc le hizo un gesto a Doblón para que lo siguiera y volvimos a trabajar, concentrados en que la máquina hiciera lo que se suponía que tenía que hacer. De vez en cuando trozos de metal salían escupidos por los bordes y teníamos que recogerlos del suelo para volverlos a meter dentro, y a menudo la prensa se atascaba y nos llevaba un buen rato reubicar el amasijo de hierros de tal modo que pudiera volver a descender sobre el yunque. Aplastando, formando bloques compactos listos para la venta. No era una buena máquina, pero era la que teníamos.
Las últimas semanas habían sido bastante complicadas.
Primero por todo aquel asunto de Herrero, que nos había abandonado de un día para otro y sin dar demasiadas explicaciones. No es que hubiera encajado demasiado en ningún momento, pero a esas alturas todos pensábamos que era parte del equipo. Era demasiado mayor y estaba demasiado jodido como para tomarse las cosas con filosofía, y aún así había ido integrándose en las reuniones de los viernes hasta tal punto que parecía difícil pensar en que no se encontrase a gusto, aunque fuera sólo a su modo. De él sacamos los conocimientos suficientes como para que la máquina rentase más de lo que costaba mantenerla en funcionamiento, lo que era mucho más que bastante como para ganarse un plato tres veces al día y un catre en el que pasar las noches, más de una vez con compañía. Y era consciente de ello. Nos dijo que quería volver con su familia al otro lado de ninguna parte y ni siquiera Marc fue capaz de oponerle alguna resistencia.
Herrero era así, no gastaba ni una sola palabra de más. No se oponía a nada que no quisiera oponerse simplemente por hacer que su opinión contase, no se enfrentaba a nadie si no tenía una buena razón para hacerlo. Cuando Herrero decía algo podías estar seguro de que era al milímetro lo que quería decir. Sabía escuchar las opiniones en contra, pero desconocía el concepto de segundas intenciones.
Así que cuando dijo que se iba le abrieron la puerta. Nadie quería hacerlo, pero no había otra opción. Le vimos marcharse con el hatillo, dirigiéndose al otro lado, sentimos perderle y pasamos a otra cosa. Pero su ausencia manchó el aire como el recordatorio de que en un mundo de locos los cuerdos están aún más locos que nadie. Se respiraba.
Lo segundo fue la invitación de los caracaras. Eso sí que era extraño. Habían decidido unirse a nosotros sin concesiones, simplemente por hacer un grupo más grande y más fuerte. Llevábamos años peleándonos con ellos, escupiéndonos, mandándonos mensajes agresivos, y de un día para otro teníamos que empezar a hacernos a la idea de que éramos hermanos. Marc había estado de acuerdo siempre que nosotros mantuviésemos el poder de las armas, y no retrocedieron ni siquiera ante eso. Les pareció correcto.
Cuando Doblón regresó nos dijo que el tipo había seguido haciendo repartos sin detenerse en ningún sitio sospechoso, y eso sí que nos puso nerviosos. Habíamos sacado unas cincuenta piezas, más que suficiente para emborracharnos tres días seguidos, pero nadie se atrevía a dar el primer paso. Marc se metió en su habitación y no nos dejó ningún encargo, así que los demás nos sentamos junto al fuego y comimos, un poco descolocados. Quizá la cuestión estaba en no hacer demasiado ruido, coger una botella y darle duro, pero no me parecía correcto. Cuando lo hacemos lo hacemos todos o ninguno.