Ella estaba de pie, en la ventana, mirando a la calle, y yo me derretía en una escena tan cotidiana. Por supuesto que me di cuenta de que el mañana no importaba, porque el hoy importaba de un modo absoluto. No tuve mérito alguno. Me metí en la ducha y después nos fuimos, yo ya considerablemente borracho porque venía de una fiesta en casa de un vecino. Locuaz. Cuando me emborracho soy aún más locuaz. Lo dije todo, y pareció que sentó bien. Ya no estamos jugando. Para bien o para mal ya no somos niños, y o nos llevamos bien o acabamos la partida. No estamos dispuestos a irnos engañando para que el juego dure más.
No sé cuántas veces me sumí en el olvido para no romper el ritmo, pero salió caro. Bastante caro. Toda esta situación hace que me replantee de nuevo las mismas preguntas de siempre, aunque sea sumariamente y para no olvidarlas. No pienso olvidarme de mí en esta escena. No pienso quedarme fuera de juego.
Y todo eso es lo que está a punto de olvidárseme (o se me olvida, y punto) cuando entro en el salón en busca de un cigarro antes de meterme en la ducha, borracho gracias a Diego y a mí mismo, por supuesto. Cuando entro y la veo mirando por la ventana, como si fuera esta la casa y esa la ventana. Una situación cotidiana que es reflejo-cristal-espejo de potencialidades que se actualizan., que se manifiestan y se hacen patentes en mi mirada.
Entonces acecha el vértigo, y todo gira a mi alrededor, y siento miedo.
Después, en la ducha, solté todo lo que no quería (a un lugar en el que existe como si no existiera en modo alguno, bendito desagüe, sé que existe, pero no sé dónde, y eso es lo más parecido que se puede a eliminar lo que no necesito o mi matadero clandestino o olvido sopor olvido sopor el olvido…) y me vestí y salimos y no fue el alcóhol el que me hizo locuaz,
sino lo que había visto en esa ventana.