Un ruido de metralla… pedaleo por la dehesa, sudando, jadeando. Medio enfermo, quizá demasiada cerveza, o demasiado tabaco, o quizá empiezo a notar que llegan, poco a poco y sin disolución de continuidad, mis treinta años. Esquivo una piedra que amenaza, un segundo, con mandar al traste mi llanta. La he visto a tiempo, eso me hace sentir bien. Encuentro un gran agujero, y entro de lleno, por puro placer. Rechina el hierro de la bicicleta y salgo impelido hacia arriba, caigo en el suelo con el quejido del caucho de las cubiertas. Hace sol, y buen tiempo. Pese a todo estoy en forma, y eso se siente. Puedo resoplar como un ballenato novato, pero aún aguanto.
Encaro la cuesta abajo, piedras. Miro un segundo el cuentakilómetros: 54. Y aún estoy a mitad de la bajada. Llegaré más lejos. Ahora mismo, si sucediera cualquier minúscula cosa, quizá me mataría. Me dejo llevar por esa sensación, por la ausencia de peso de no tener ninguna responsabilidad en los acontecimientos. Si sucede cualquier cosa no seré yo quien la produzca. Si me mato, todo tendrá el mismo sentido: ninguno. Quizá pueda verme un segundo volando por encima del manillar… pero llego al final, contento. No ha pasado nada, todo continúa. Segunda cuesta, misma sensación, más velocidad porque es más pronunciada aún. Repaso mentalmente mis asuntos con el sindicato, las últimas canciones, los últimos poemas, las tres novelas que tengo a medias, recuerdo con cariño a N. Recuerdo la noche de anoche. Me siento completo. Una cárcava hace que se me suelten las manos. Controlo, una milésima de segundo, el cuadro con las caderas, las piernas y los hombros. Vuelvo a agarrarme. Como un niño de pecho al seno de la madre.
Creo que me gusta esto de vivir. Me aferro.
Empiezo a ascender, mi respiración se dispara. Me falta el aire. Me duele. Sólo soy piernas. Dolor. Me siento vivo en el dolor. Me falta el aire. No llego. Estoy a medio camino. Duele. Duele mucho. Sigo bombeando, perfectamente afinado, escanciando las pedaladas con los jadeos y… sigo recordando. Jadeo como en el éxtasis del sexo. El placer y el dolor son lo mismo en la cuenta de esfuerzos. Monto en bicicleta de igual modo que como, que bebo, que toco, que escribo. Como si después no hubiera nada más. Porque después no hay nada más. Goterones de sudor resbalan desde el casco y entran en mis ojos, cegándome. Duele, dolor. Me siento vivo en el dolor de estar esforzándome para llegar arriba, como si eso fuera lo único importante en la vida. El sexo y el esfuerzo tienen un componente de muerte, un thanatos precioso en el que uno se siente vivo. Vivir no es pagar facturas, aunque también, vivir no es fregar los platos, aunque también, vivir es poner todo en ello. Olvidarse del resto.
En el «ent-lastung» empezó de nuevo, pero acabó con todo lo que siempre fue siempre. Desde entonces algunos sólo hemos buscado reconciliarnos con el eterno presente, con la inmediatez del instinto, con el absoluto tacto de lo circundante que es lo único que es. Necesitamos, en un momento evolutivo dado, distanciarnos del presente. Y la eficacia biológica lo consideró pertinente. Eso nos hizo llegar donde llegamos. Pero es complicado saber cuánto y cuánto esencial perdimos en el proceso de ser los dueños de la historia. Ahora, medio muerto, en la parte final de la cuesta, me acuerdo del «ent lastung» y me río. Perdimos mucho. Y lo sabemos. Porque nos pasamos la vida buscándolo.
Cenaré, haré el amor, reiré, me tomaré más cervezas de las debidas y me quedaré afónico cantando, buscaré una luna que ande sola en forma de historia que narrar, trabajaré y escribiré e-mails, o simplemente esto. Pero sabré. Lo tendré claro.
Pensar demasiado es un suicidio profundo que no conduce a ningún lado, más que a la distancia.