La vida solía ser mucho más complicada. Solía constar de otras partes, de otras energías, de otros esfuerzos.
De eso iba todo esto entonces.
Solía generar muchas decepciones.
Sucintamente, para explicar el entorno: me he levantado temprano, he recogido la casa, he barrido. Lo he dejado todo listo. Todo. Me he ido a lavar el coche. He ido a recoger a mi madre a su casa, me he encontrado a algunos vecinos que me conocen desde qué nací, hemos charlado un rato, le he recordado a Ángel que venía a vernos en navidad cuando éramos críos disfrazado de papá Noël, me ha dicho con la mirada tristenta que no era él, sino su padre. Le he regalado una radio pequeña Sony a mi madre porque la quería y en esta familia no somos de comprar sin traumas. No somos de tirar sin traumas tampoco, y ambas cosas están muy relacionadas. Nos hemos ido a caminar entre olivos con Mary, que tenía la piel rara al principio pero al final brillaba. Hemos comprado trozos de empanadilla y unas palmeras pequeñas para comer con Carol. Cuando volvió al curro he dejado a mi madre en su casa y me he ido una hora a caminar, me he quedado un rato viendo los coches de un rally. Después a comprar: unas deportivas iguales a las que tengo y que compré hace un mes (o menos), una mochila también para caminar, tierra y macetas. Agua. He vuelto a casa y he empezado a cocinar una ensaladilla ruso-vegetariana para mañana.
Y mientras tanto el tipo que soy y no soy yo o que ya no quiero ser yo estaba ahí, esperándome. Mirándome curioso. Preguntándose qué cojones estaba haciendo. La casa limpia, el coche limpio, cuidando las plantas. ¿Qué narices estás haciendo? Te esfuerzas en darle sentido al sinsentido. Ese tipo, acuclillado en la terraza, no se cree nada de lo que está pasando. Tiene motivos para no hacerlo, tantos como yo para ignorarlo.
Así que miro hacia otro lado.