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invitado

1.

Había vencido todas las dificultades del principio. Se había levantado, había puesto en marcha una lavadora, se había duchado y lavado los dientes, había salido al jardín a regar y había vuelto dentro justo a tiempo para preparar el desayuno para los demás. Marta le miró con recriminación justo antes de engullir un par de tostadas con mermelada y subir a la buhardilla.

Intentaba reconciliar una resaca salvaje con las toneladas de sueño que le aplastaban contra el suelo, haciendo que cada paso fuera una tortura, que cada vez que movía un músculo todo confabulase para mandarle la orden de que volviera a la cama. Pero no podía hacerlo. Tendría que aguantar el día entero. Quizá después de comer… quizá podría aparentar estar interesado por una película y dormirse en la primera tanda de anuncios. Quedaría creíble si los críos le permitían hacerlo.

Abrió el portón con el mando y arrancó el coche. Se esforzó por no rallarlo, el garaje siempre había sido demasiado estrecho. No le gustó, pero en todas las demás casas que visitaron cuando estaban decidiendo cuál comprar eran más o menos iguales. Este, al menos, tenía algo más de espacio dentro. Pudo montar algunas estanterías con herramientas, que pronto fueron desplazadas a una caja entre otras cajas. Las estanterías todavía aguantaban. El pequeño utilitario de Marta estaba aparcado fuera, pero pensó que prefería no tener que pedirle las llaves. No hoy.

Se encontró con muy poco tráfico. No había nadie más en pie que alguien de cuando en cuando caminando o corriendo. Un par de tipos montando en bicis con ropa de colores chillones. Pensó que él mismo tendría que salir a hacer deporte de cuando en cuando. Ahora era un buen momento con la llegada del clima fresco de la primavera. El tiempo pasaba para todo el mundo y cada vez se sentía más torpón, más fuera de forma.

En el aparcamiento del centro comercial tampoco había demasiado movimiento. Un par de coches salpicados aquí y allá. Se registró los bolsillos, casi rezando por no haberse olvidado la cartera, y cuando la encontró en el último que le quedaba suspiró de alivio. Si hubiera regresado con las manos vacías habría sumado un punto más a la partida. No podía permitírselo. Lo más que podía conseguir eran unas tablas indoloras, y ni eso parecía demasiado al alcance. Mucho menos pensar en ganar. Salió del coche y el sol le picó en la cara y los brazos desnudos. Se estaba bien ahí abajo. No mucho tiempo o empezaría a sentirse mareado, pero de momento se apoyó en la chapa, cerro los ojos y miró hacia arriba, percibiendo el color rojizo a través de los párpados. El sol estaba ahí arriba. Antes de que todo se complicase echó a andar hacia la puerta automática. La panadería, con sus estantes de madera y sus luces cálidas, con el olor a horno y pan recién hecho, le noqueó. Se sentó en una silla, apoyando las manos en la mesa. Cuando vinieron a atenderle pidió un café y un cruasán. Hizo recuento de daños, se recuperó lentamente del súbito mareo, cogió un trozo del bollo, lo mojó en el café y se obligó a masticarlo. No estaba yendo mal del todo, así que siguió con el proceso. Empezó a contar, por costumbre. Uno, dos, tres, cuatro, lentamente. Cuando llego a cinco se sintió lo suficientemente fuerte como para levantarse, acercarse a la barra, sonreír y pedir un par de baguettes. Se las sirvieron en una bolsa de papel blanco con una espiga de trigo en el centro. No reconoció el resto del logotipo. Regresó al coche, las metió en el asiento trasero y se dirigió al supermercado para comprar los refrescos, esperando mantenerse entero aún un rato.

La cajera le preguntó si se encontraba bien. Respondió atropelladamente que no había dormido mucho, que eso era todo. La cajera, que parecía preocupada, le dijo que podía llamar a alguien. Él le dio las gracias, le respondió que no sería necesario, fue tambaleándose hacia la salida, esperó a que las puertas se abrieran, recogió sus fuerzas en un canasto mental y las fue dosificando, un poco para los pasos, otro poco para que el cerebro no le estampara contra alguna pared, otro poco para sonreír y saludar al guarda de seguridad, otro para seguir las líneas blancas del aparcamiento y dirigirse a donde pensaba que estaba su coche. Quizá se equivocaba, pero para resolver eso no le quedaba más energía. Si hubiera podido habría gritado cuando efectivamente se encontró frente al capó del todocamino. Pulsó el botón del mando en su bolsillo y el coche le saludó encendiendo los intermitentes. Él también se alegraba de verlo. Se alegraba un montón, de hecho.

Con lo último que tenía dejó la bolsa en el asiento del copiloto, rodeó hasta su puerta y se desplomó sobre el asiento. Puso una alarma en el reloj para cinco minutos después, echó el respaldo hacia atrás y cerró los ojos. Cuando sonó se sintió mucho mejor. Arrancó e hizo el camino de vuelta mucho más entero. El barrio seguía adormilado, lo que le evitó tener que poner demasiada atención en lo que estaba haciendo. La centró toda en localizar las barras de los pasos de cebra. Primero paraba, después miraba, cuando estaba más o menos seguro de que no pasaba nadie continuaba. Pensó que había muchos más de los necesarios.

2.

Cuando llegó a casa no había nadie. Ni rastro de Marta ni de los críos. No había sido para tanto, había durado poco. Y al menos la casa seguía estando allí. Registró las habitaciones, despacio, buscando algo de información. Si la había tenía que estar allí, no podía estar en ninguna otra parte. Se sentó un momento en el sofá y despertó un par de horas después. Buscó su teléfono en sus bolsillos. Salió al coche y lo registró, sin resultado. Recordó la línea paralela. Se hizo recordar que se juntan en el infinito, y le pareció bien. Volvió a casa, observó la cocina. No quedaba nada del desayuno. Abrió el lavavajillas y encontró los platos y los vasos dentro. Pensó que era un alivio. Se tomó un par de minutos para coger una pastilla, meterla dentro y ponerlo en marcha. Sacó la ropa de la lavadora y la tendió. Gran parte de ella seguía siendo de niño. Fue colocándola en las cuerdas y rematándola con una pinza de plástico. Se rió de sí mismo, no necesitaba las pinzas para el tendedero portátil. Ya que había hecho el trabajo, lo sacó fuera. El sol seguía picando exactamente igual que antes, en el mismo milimétrico modo exacto.

Subió a la buhardilla. El cubo de la fregona estaba justo al lado de la puerta, la fregona cruzada en medio de ella. Retiró el palo y entró dentro. Lo que quedaba era el mismo orden de siempre. De nuevo había llegado tarde.

La última vez estuvieron en el hospital. Uno de los críos había tenido un ataque de fiebre. Al final él, preocupado, había vuelto al centro comercial para gastar todas las balas que le quedaban y había descubierto que se había dejado el teléfono en la caja del supermercado. Al activarlo vio decenas de llamadas perdidas y un montón de mensajes indicándole el nombre del hospital, Marta preguntándole que dónde se había metido. Dudaba que fueran a hacer lo mismo esta vez, pero se había asegurado de todos modos. Esta vez había dejado el teléfono allí a propósito, debajo de unos catálogos. No iría a buscarlo.

Dejó de preocuparse por lo insignificante y siguió registrando la casa. Los cajones, los armarios, los lugares en los que pudiera haber alguna pista. No quedaba nada más que el rastro de una vida normal. Se preguntó si eso podía significar algo que se le estuviera escapando entre los dedos. Una llave.

Algo con la capacidad de abrir una puerta.

Abrió una botella y puso música. Se sentó en el sofá y se concentró en ella. Las entradas, las salidas, el estribillo. Conexiones con lo real. Recordó que guardaban álbumes de fotos en el pequeño mueble de la estantería del salón, fue a por ellos. Se sirvió el segundo vaso. Recorrió su cara a lo largo del tiempo. La cara de Marta. La cara de los críos que no recordaba haber tenido. Apuro el vaso, se sirvió otro. Estaba empezando a sentirse realmente bien. Un par de sorbos más le dieron la fuerza suficiente para levantarse y revisar los dvd’s. Abrió el reproductor, lo cerró y le dio al play.

Estaban en la playa, sabía dónde y cuándo. Marta parecía mucho más delgada, mucho más firme. Cercana a la versión de ella que recordaba haber conocido. El agua le cubría hasta la cintura y le hacía señas para que se acercara, riendo. El volvió a preocuparse por la cámara igual que entonces, recordaba acordarse de ello. Aún así se adentró en el mar para seguirla, levantando los brazos por si acaso. «¡Pero si apenas cubre», le dijo ella en la pantalla y en su memoria. «Ya, pero es que es carísima, Marta, no quiero que se estropee».

Recordaba lo que hicieron por la noche, en el hotel. Entonces lo hacían a menudo. Eso no estaba en la grabación, pese a que él lo había intentado. «Es para el futuro», «ni de coña, tío, ni de coña, no pienso hacer eso».

Se preguntaba qué hacía ese dvd allí, era el único real y no encajaba, no conseguía encontrarle un propósito a eso. Los demás enseñaban una colección de momentos y acontecimientos inventados, lo que habría sido todo si todo hubiera seguido sucediendo. Y en el caso de que todo aquello fuera cierto, ¿dónde había estado él mientras tanto?

La puerta se abrió y entraron, primero ella con uno de los críos en brazos, preocupada. Después los demás, el último él. Se sentó encima de sí mismo, rellenó el vaso, tomó un sorbo.

Iban a ser unos días complicados. La niñera no podía pasar tanto tiempo cuidándolo, tenía otros sitios en los que estar. Quizá podría pedir un par de días libres, pero no era el momento más indicado. El proyecto estaba a punto de terminar y había que entregarlo, lo que suponía un montón de trabajo de última hora, revisarlo todo, asegurarse de que no había nada fuera de sitio. Tendría que hablar con Marta, quizá ella lo tendría más fácil.

Estaba agotado, la resaca le estaba matando. Se acostaría temprano.

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