La batería de la pulsera ya está cargada. Cojo un par de botes de cristal de la nevera con el desayuno y la comida y los meto en una bolsa junto con una botella de coca-cola zero sin cafeína. Me detesto por beber coca-cola. El desagüe vuelve a tragar después de seis botes de un producto desatascador que huele a campo de concentración. Puedo volver a ducharme manteniendo los pies sobre el agua, como un jesucristo con sobrepeso antes de ir a hacer los milagros que necesita para llegar a los objetivos del mes. Me ha gustado, y mucho, esto. Llego tarde cada día. Dos bolsas de basura, en una asoman unos puerros, de la segunda el culo de uno de los botes de desatascador. No separo, pero me importa aparentarlo. No por ganar algún mérito, sino por no llamar la atención. La primera irá al contenedor de lo orgánico y la segunda a la de envases.
Y al entrar en el coche mirar el reloj, encender la radio, y preguntarme ahora por qué.
Viene una señora con un par de bolsas. No la conozco. Saludo, arranco y giro hacia la izquierda.