fig. 0: Antonio de Nebrija
Claro era claro estaba bien claro que no podía quedar con the girl who comes from valencia porque no era el momento porque no estaba ni medio entero porque no tenía ganas de explicarme porque no soporto últimamente los reproches, aunque estén bien dirigidos y, de algún modo, me los merezca; así pues me quedé leyendo (ver fig. 3) y sintiéndome mal por ella y sintiéndome mal por over (reproches, reproches), me pregunto por qué unos piden lo que dan y otros exigen lo que no pueden exigir. No entiendo cómo no ven cómo no son capaces de ver que cuanto más aprietas el lazo en torno al cuello más imperiosa es la necesidad de zafarse (con la conciencia intranquila pero zafarse), que la vida es mucho más sencilla que todo eso y que no es sólo que no se me deba tomar en serio a mí, sino que la exacta medida de la felicidad o de lo que sea se encuentra en un punto difuso entre la seriedad y la broma, entre la concentración y el olvido. Entre un abrazo y un adios.
Y así pues me quedé pensando en voz alta mientras leía en voz baja, arremetiendo contra la seriedad a golpe de autocrítica e ironía, fumando un cigarro tras otro y pasando página como metáfora del pasar-la-página. Yo no soy el anticuario pero me parezco, soy como él pero con un punto más de poesía y algunos menos de tristeza. El anticuario es un hombre componiendo un puzle y yo soy un tipo que vive o que se limita a vivir o que va viviendo como puede (todos son sinónimos de lo mismo), el anticuario tiene una tarea en este mundo y se complace en ella, pero yo no podría ser anticuario veinticuatro horas al día o estaría apañado, me iría pegando contra las esquinas, no sé si me explico, me iría golpeando contra todos los muebles en las espinillas, creo que está claro. Ser anticuario es algo sobremanera cansado porque él siempre está trabajando, siempre está concentrado, y yo no quiero echar en falta cierta porción de olvido o de broma o de risa vacua-vana, cierta porción de irrelevancia-levedad que me coloca en un lugar incómodo pero lleno de posibilidades. Encontrar un centro en la excentración misma no fue sencillo pero se convirtió en algo posible, andando el tiempo (como si fuera posible andar en algo que se mueve solo, que no deja de moverse).
Al anticuario le queda un asunto pendiente (siempre anda concentrado en ello, pero al menos no me reprocha nada), y a mí me quedan mil todavía del Asunto. No la bomba central (aún vivimos épocas de onda expansiva, las últimas noticias lo confirman, informa EFE), sino los daños colaterales (ver fig. 1). Tengo que volver a ver a quienes no veo pero me preocupa hacerlo porque, en cierto modo, me transportan. Entrar en casa de Vic y Leti, por ejemplo, es como entrar en una estación de metro, si no me ando con cuidado nunca sé dónde voy a salir. Y hay sitios en los que no quiero salir, desde Entonces y ya para siempre. Ellos no tienen culpa ninguna y lo saben perfectamente (espero), pero tengo que andar con pies de plomo si no quiero terminar internado (ventajas: comida y limpieza gratis y sin trabajo, tiempo para leer y escribir entre psicoanálisis y duchas frías y medicación exhaustiva y extenuante; desventajas: a uno le gusta estar fuera todavía), sé que se comprende y sé que se me espera. Llegaré, pero como cogí un camino al azar y lo modifico cada cinco minutos no puedo dar una hora ni siquiera aproximada de llegada a destino.
(No sé por qué nos esforzamos en llegar al destino, si al final es siempre el destino el que nos llega).
Es un decir y un suponer pero, en resumidas cuentas, todo sigue y yo sigo en mi antipuente (me parece precioso estar viviendo esto, tomar un puente al revés como metáfora de tomar-la-vida-al-revés o no tanto, pero sí como voy pudiendo más allá de imposiciones del calendario gregoriano nacional o regional o local), mi antipuente está lleno de libros y de guitarra y de conversaciones que van llegando por las noches, cuando llaman al teléfonillo del portal y yo pregunto «¿no?» y casi siempre es alguien a quien quiero abrir (ver fig. 1) para adentrarnos en el terreno de juego (ver fig. 2 y fig. 3). Me digo porque lo sé que es así y no de ningún otro modo como me gustaría vivir hoy por hoy, aunque tengo la sensación de estar en carnaval, en el sentido de estar en un tiempo de excepción, porque es sólo un antipuente y la vida consta de otras cosas menos digeribles y más necesarias y mucho menos que suficientes. No me importa porque yo no soy el anticuario, yo no voy mucho más allá de ahora o del «esto» (me gusta definirme en tiempos deícticos simples, siempre me ha gustado), y ahora está lo que está y yo estoy a gusto en medio de ello.
Apuro el café y enciendo un cigarro, releeré esto para pulir la ortografía y para ver si conseguí lo que pretendía cuando pensé en escribir esto. Pero esto no es más que un apaño, mucho menos que un boceto o una explicitación racional del contenido del continente de mi cerebro (pensamientos del cráneo, no de la corteza cerebral), esto es esto, y la realidad es otra (ver fig. 1). Esto es esto, y lo que yo pensaba mucho más abajo de las palabras es otro esto impronunciable, inefable.
Querer explicarlo es la concentración. Saber que ni de lejos y seguir queriéndolo es la broma, la risa vana-vacua.
La exacta medida de la felicidad o de lo que sea se encuentra en un punto difuso entre un abrazo y un adios.