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justificación del anticuario

Para darle un sentido, una suerte de unidad a todo esto, no sirve sólo con el plano situacional. Tendría que ser capaz de algún modo de narrar (¡narrar!) cuatro o cinco mil cafés con leche, setecientas duchas, siete u ocho mil litros de cerveza, una transcripción de un número incontable de horas de conversaciones erráticas, errabundas o atinadas. Así me acercaría un tanto. Para una idea del dolor tendría que aprender a explicar no lo perdido, sino lo que se perdió1. Eso es complicado, porque tendría que empezar hablando de los pinchos de tortilla, o del kalimotxo special (cosa que ya ni recuerdo), o de la distancia inicial entre dos puntos cuya linea recta es un sendero curvilíneo y complicado. Aún en el caso de que lo consiguiera, el mamotreto resultante llenaría de sarpullidos a cualquier alma, por muy voluntariosa que fuera. Muchas veces estuve tentado de hacerlo, pero siempre pensé que sería perder definitivamente la deriva de la cordura para ingresar en otro estado, mejor o peor, del que no quiero saber nada aún, hoy por hoy.

Por eso, precisamente, y no por ninguna otra cosa, es esto un museo de metralla. Son las consecuencias de, y nunca el «de» preciso. Lo imagino como empezar a leer una novela por el final, justo por el último capítulo, e intentar pescar algo con las redes de la razón. Es una tarea imposible. Mientras tanto, uno va intentando pergeñar cierta belleza (triste, pero belleza, o fraccionada, pero belleza), componer unas escenas con el inconveniente de saber que serán, indefectiblemente, incompletas. Y sin dejar de saber que no puede ser de otro modo, porque son tantos los detalles, son tantos los datos, que hacer de todo algo meridianamente comprensible sería forzar la vida entera, del que escribe y del que lee.

El anticuario va mirando las piezas de su colección. Ese soy yo. Tengo una secreta aspiración (que ya no lo es tanto) que es en sí misma una pura justificación histórica (o histérica): saber que nada sucedió para nada. Si no queda otra opción, sucedió para esto. El anticuario, que soy yo, tiene una gran historia en la cabeza, una historia que no puede contar convenientemente, que sólo puede esbozar. Trata a cada pieza con una atención exquisita, para saber dónde y dónde no encaja.

El anticuario, como dije, se niega siquiera a considerar que todo sucedió para nada. Es esta una lucha perra contra el olvido, la antesala del no-ser. No importa que a nadie le interese, ni que nadie lea estas líneas. El hecho es que existe un lugar físico (un servidor en Italia) donde toda esta historia existe, más acá del no-ser. El anticuario es un bichejo idealista, y aunque conoce lo tendencioso de la palabra piensa que puede jugar el juego con reglas ajenas al mismo tiempo que preserva lo que no quiere entregar a la nada. Conoce lo tendencioso de la palabra, e intenta escamotearlo no concretando una narración basada en hechos, sino más bien en estados de ánimo. Se sonríe pensando que lo consigue, aunque no pueda saberlo a ciencia cierta. A veces relee aquello que ya está (piezas en su sitio en un puzzle de una complejidad inimaginable), y medita. Subjetivamente lo hace razonablemente bien, objetivamente no tiene ni idea.

Y es una lucha contra el olvido a su vez en un segundo término porque, aunque no quiera, el anticuario también olvida, aunque no quiera. Se le escapan los detalles, se fugan, desaparecen. El anticuario se preocupa, porque perdió una batalla contra el olvido antes de poder fijar con palabras lo que fue.

Y, de hecho, sabe que cuando olvida lo que existió, de repente, ya no ha existido nunca.

Eso le entristece.

Es imposible llevar un registro, porque, como dije, lo que se olvida es, de repente, como si no hubiera existido nunca.

El anticuario sigue su tarea a solas y a ciegas, de hecho no sabe cuánto vacío se ha generado ya (desaparece sin dejar huella, como si no hubiera existido nunca), qué partes de una historia que él recuerda completa han dejado de ser de un modo inapelable. Pero no tiene sentido detenerse en ello mucho tiempo, no hay alternativa.

Así que el anticuario sigue con sus piezas, construyendo un puzzle de complejidad inimaginable que va desapareciendo de la existencia lenta pero inexorablemente. Es feliz sólo con constatar que ha conseguido atrapar una nueva ficha, arrebatándosela de las manos al más absoluto vacío. Esa ficha no ha sido para nada. Si no queda otra opción mejor, sucedió para esto.

Cuando mi memoria se pierda, la historia existirá únicamente para y en virtud del que lea, sea quien sea.

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1 Para una exposición completa de la diferencia entre lo perdido y lo que se perdió debería escribir un par de voluminosos volúmenes, lo menos, así que me conformo con la idea inconsciente que parece producirse al exponerlo así. Me basta decir que mientras que lo perdido está transido de presente, lo que se perdió lo está de pasado.

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