Habíamos visto demasiado. Eso no dejaba de golpearme dentro mientras lo intentábamos de nuevo. Habíamos, simplemente, visto demasiado. Donde la belleza de la humanidad y lo grandes que íbamos a ser, lo otro.
Tu culo ya no estaba prieto como entonces. Mi barriga ahora era enorme. Ya no está, ahora es. De algún modo no nos importaba lo más mínimo. No teníamos otra y lo aprovechábamos.
La vida no es triste. La vida no es más pequeña. La vida es, simplemente, otra cosa. No como aquella especie de punto de partida que tenía la capacidad de deformar, de reificar todo lo que veíamos, todo lo que escuchábamos, todo lo que paladeábamos. Entonces éramos más idiotas. Eso se echa de menos. Ese punto de partida es el que nos ha estado jodiendo desde entonces. Se echa de menos porque está tan dentro que arrancarlo de ti es como tirar de un puñal en medio de las costillas. Sabes que tienes que hacerlo. Sientes cómo duele hacerlo. A veces no tienes tan claro que sea necesario. A veces, entre un montón de brumas, ves lo que te espera ahí enfrente y te animas. A veces no significa nada. A veces lo es todo. Aquello ya no existe y tienes ganas de gritar «¡tierra!» o algo. Tienes ganas de decirte que has llegado por fin a alguna parte.
Cuando reviso mi anecdotario me pregunto por qué tuvieron que edulcorarlo tanto. Vivíamos al otro lado de la calle. Lo que había sido un pisito estupendo para una pareja se había convertido en una enorme ratonera con vistas a un patio interior. No queríamos más que lo que teníamos, pero queríamos que volviera a ser lo que había sido. Lo seguíamos intentando.
Conocer siempre parece resignarse. Pero eso es sólo si aquello no era mentira, o no tanto. Un cuento. Un algo. Aceptar es resignarse. Menguar es resignarse. Vete tú a saber. Nunca dimos para tanto tonto. La realidad palidece ante lo que habías imaginado. Lo que imaginas no es real. Lo real es un cuento barato. Lo barato es el cuento.
Lo demás es el zapato (porque rima y es bonito), o el cuento es el engaño que se empeña en persistir. Tú ya tienes bastante con el puñal incómodo alojado en tus costillas que, mientras no lo saques de ahí, sigue y sigue hablando constantemente y demasiado.