Sentado en y de y para y por
las cosas que naufragan a ritmo lento,
en la suave cadencia del que pierde y
tiene costumbre,
del que pierde y no se extraña en absoluto.
Abrir un litro de cerveza es una liturgia
miserable, privada, restringida coto de caza
silla telúrica y atrapada en la ruina
de verse devenir sin devenir alguno y
pierdo
las
ganas
de huir
que es lo que habitualmente hago
y
me
concentro
en lo que estoy, en donde estoy,
en de y para y por
seguir sentado en el miserable
ritual de abrir un litro de cerveza solo,
con los ojos y los pies y la lengua y el sexo
en otra parte, con las manos acariciando
un absoluto inalcanzable que
no-tiene-nombre
porque le obligué a dejar de tenerlo.
Lejos quedaron las risas de
hace (una hora) un tiempo, las risas
que satisfacen el alma hambrienta de voces,
el cuerpo transido de deseos
inconfesables en este punto del puto cuento
y me miro,
en el espejo,
y me veo al otro lado, sentado en la silla telúrica,
mascando una disculpa innecesaria,
una razón insuficiente,
no hay pies que caminen lo bastante
ni que alejen lo relevante
como para que pueda dejar de mirarme,
en la liturgia
miserable, privada, restringida coto de caza
de saber que conozco matices
como para coordinar el brazo con la boca,
los labios con el gollete,
el llanto con los cleenex y todas las
horas y benditas las horas con el sueño
y adormecerme en el tiempo no-tiempo
del estar sin absolutos, relativizando los
desastres falsos desastres
los nombres privilegio de los sabios,
los escudos privilegio de aquellos buenos herméticos
que nunca entienden nada
porque jamás estuvieron donde me encuentro yo
ahora.
Sentado frente al espejo. Un litro-libro
de cerveza. Algo de llanto y terribles recuerdos.
Una realidad inexpugnable que no desiste.
Partido por la mitad. Derrotado. Metido en
rabias. Exclamado por la imagen. De noche en
deshoras en fotografías desligadas y nadas
obligatorias que
acompañan sin prisa a mis ojos,
al otro lado de la imagen que calla.