—La vida es un panfleto.
Y yo decidí que bien podía estar de acuerdo con eso. Mientras tanto tú te metías en la ducha después de dejar deslizar tus bragas de las caderas al suelo, cimbreándote sin mucho empeño de izquierda a derecha. Como un poste que, desde luego, es todo menos un poste. Es en serio, dijiste, no es más que un panfleto. No, pausa, es, pausa, más, pausa, que, pausa, un, pausa, puto, pausa, panfleto. Recogí las bragas del suelo y las eché en el cesto. Añadí mis calzoncillos antes de seguirte dentro.
Cuando los garitos cierran todo lo interesante suele quedarse en ellos. Afortunadamente no siempre.
Me acuerdo de ti cuando nada quedaba que decir.
—¿Tú conocías a Roberto, verdad?
—No creo.
—Da igual. Casi mejor. Es un imbécil.
El vapor. El olor del jabón. Del champú. Quién sabe quién es Roberto. Había uno en mi portal cuando era un crío, tenía algún tipo de problema en las piernas. Nos portamos como animales con él. Le humillamos cada día. Cada día le destrozamos a conciencia.
Vapor. Calor. Piel. Gel de ducha.
—Pensé que le conocías. No es un mal tipo, pero es algo pesado.
—No tengo ni idea.
Yo decidí que bien podía estar de acuerdo con todo. Qué si no aquí. Mentir suele llevar a sitios extraños, da extraños resultados. Es mejor no hacerlo jamás.
—Espera, espera, espera. ¿Tienes condones?
—Tengo.
—Enséñamelos.
Salgo de la ducha. Voy al salón. Busco mi cartera en el abrigo. Dentro de la cartera las gomas. Las cojo.
Vuelvo, las enseño. He dejado un rastro mojado por todas partes.
—Ah, genial. Tráeme una cerveza, anda.
Vuelvo sobre mis pasos, traigo un par de latas de la nevera y más rastros. Las abro y las dejo lejos del chorro de la alcachofa. Ella da un sorbo.
La beso un par de veces mientras me dice que habría jurado que conocía a Roberto. Yo me acuerdo del mío, pobre tipo. Menudo imbécil. Cierra el grifo, se seca con la toalla.
La cama es cómoda. Me duermo y me despierto. Me acuerdo de ti más o menos casi siempre. Sobre todo cuando no hay nada que decir.