Y claro, hay cosas de las que no se puede hablar porque inspiran compasión o redundancia, según el caso, y no se puede hablar de la ventana, por supuestísimamente, de la ventana en la que me dejé los codos (contraventanas de rieles) mirando la noche hacerse aún más noche, no se puede hablar de cómo me dejé los ojos mirando aún no sé a qué. No se puede hablar, aún más por supuestísimamente, de las veces que ritualicé el nombre esperando un nirvana o un mañana o un semejante presente más locuaz y sincero, vaya usted a saber si es que puede. No se puede hablar de tantas y tantas cosas que son y suponen el erario de una historia que termina de escribirse mientras no deja de escribirse y, habitualmente, lo hace en forma de golpes no muy altos y más bien macabros por normales, o macabros por anormales, según el caso. Redundar es volver a contar lo mismo una y otra vez para hacerlo eterno (lo que ha sucedido una sola vez es como si no hubiera sudecido nunca, hay que contarlo una y otra vez para que no deje de suceder de algún retorcido modo), y en esa misma redundancia, por qué no decirlo, existencial o relativa a la existencia pues uno lastima lo que inspira, o inspira lástima.
Y en ese caso en el que redundar lo efímero es construirse a uno mismo, o reificarse a uno mismo en el proceso o reconstruirse a uno mismo en base a lo que uno decidió que tenía talante y contenido significativo, o volver a cimentar otros sólidos ante el terreno cenagoso del olvido (que no es sino la actualización del no-ser, y lo que es peor, del no haber sido) pues uno lastima la inspiración y en términos deícticos simples se la suda ahí mismo, y comprende que a joderse el mundo si no comprende que el mundo ya no es nada para uno.