No ha sido demasiado complicado, mantenía el mismo número de teléfono. Ha sido llamarle y quedar en esta especie de franquicia gallega en la que registraremos la carta como si fuera la declaración de la renta para encontrar los platos más baratos y que más puedan llenar la barriga, mientras saltamos la banca de cerveza en la medida de nuestras posibilidades económicas. Siempre fue más o menos lo mismo, así que no importa demasiado que haga cuatro o cinco años que no nos hemos visto el pelo. Uno siempre reconoce a los viejos camaradas, y disfruta de reunirse con ellos mientras sigan jurando fidelidad al mismo ideal. Somos la misma carne, la misma mierda, básicamente los mismos. Con unas cervezas delante las canas dignifican y las carnes de más no están tan mal, son un derecho adquirido. Una prueba de solvencia. Cuando le conocí era bastante vergonzoso, pero tenía un par de cosas que le hacían bastante atractivo en ese momento: tenía algo de pasta que dilapidar y un montón de ganas de hacerlo. Con el tiempo fue espabilando y perdiendo esas ganas tontas de impresionar, lo que hizo que me sintiera mucho mejor conmigo mismo cuando le sableaba día tras día para encontrar esa cerveza especial que nunca termina de llegar cuando tienes sed. Siempre tienes que seguir buscando en la siguiente para ver si. Y después en la siguiente. Habíamos tocado juntos en un par de esos grupos que se tienen con una perspectiva dual: al mismo tiempo que eres consciente de que no vas a llegar a ninguna parte con esa gente, consuelas tus noches pensando que estás en el camino de salir de toda esta estupidez. Quizá estoy siendo algo cruel, pero en el fondo, pienso ahora, es cierto. Te juntas con otros cuatro tíos en un local que es de alguien que conoces y te lo deja gratis, berreas un rato aporreando la guitarra sintiéndote en la cima del mundo (a partir de aquí todo sera cuesta abajo, eres capaz de sentirlo), das un par de conciertos en los que te dan barra libre, te abrazas y con suerte conoces a alguna tipa que piense que tú, que no eres capaz de salvarte ni a ti mismo, la vas a salvar de todo lo que la rodea, y al día siguiente vuelves al ensayo con las mismas perspectivas y ni un palmo de terreno ganado. Y para cuando los cinco sois conscientes se disuelve el grupo y se empieza en otro proyecto con la capacidad de mantenerte calentito una temporada. Una perspectiva triste, pues quizá. Pero también una vía de escape inocua para esa cosa genérica y terraformadora que llamamos la sociedad, si me da por ser grandilocuente sin saber realmente serlo.
El caso es que no ha sido demasiado complicado, y eso está bien. Nunca sabes en qué estado mental van a estar tus compañeros de combate una vez que la guerra ha terminado y la paz reina. Deglutimos unas cuantas cervezas y vamos entrando en calor, empezando a notar el hilo tenue de la posibilidad colgando tímidamente del techo. Hacemos algunas migas con el camarero que tiene asignada nuestra mesa, que es gallego y ha venido sólo para trabajar aquí cincuenta o sesenta horas a la semana y morirse del asco el resto del tiempo. El tipo realmente agradece poder hablar con alguien, y nosotros, intuyendo algún tipo de descuento, le dejamos hacer. Una vez agustito Gordo me pregunta que a qué ha venido todo esto, después de tanto tiempo, y yo se lo suelto como viene.
—Quiero montar un garito.
—¿Dices?
—Quiero montar un garito. Nada serio, algo tranquilo. Conciertos, cervezas, ese tipo de cosas. Ya es hora.
—Estás de coña.
—No, tío. No lo estoy.
—¿Vas a montarte un puto negocio ahora?
—Cuándo si no, hombre. No quiero esperar mucho más.
—Estás zumbado.
—No, tío. Estoy sonado. Pero es lo que tengo que hacer. Tengo que hacer algo o volverme loco del todo.
—Demasiadas cervezas.
—No. Esto es cosa de Hyde.
—Peor me lo pones.
—Espero que no.
—¿Lo dices en serio?
Claro que en serio. A ver qué si no. El gallego terminó el turno y se acercó con unas jarras enormes de cerveza de medio litro, y nos pusimos a ello. Después de un par de rondas más fuimos por ahí, rompimos un par de cosas. Me caí sobre uno de los vasos que habíamos sacado del restaurante y me jodí una costilla para el resto de mi vida. No conocimos a nadie pero tampoco hizo demasiada falta, simplemente nos emborrachamos hasta perder consciencia de lo que nos rodeaba. Ni bien ni mal, ni perfecto ni terrible. Un día normal. Acompañamos al gallego a coger el autobús cuando llegó su hora y nos sentamos en un parque con un par de litros en vasos de plástico. Nos pusimos a ver cómo la noche golpeaba por todas partes. Gordo dijo que no teníamos ya edad para eso. Yo respondí que no la habíamos tenido nunca y jamás nos había importado demasiado.
Y se apuntó, por supuesto que lo hizo. No tenía tampoco más remedio que hacerlo. Me preguntó un par de cosas sensatas, pero le dije que era demasiado pronto, que aún tenía que ultimar los detalles. Eso está bien, me respondió. Lo dejé tumbado en el césped y me fui para casa, donde me esperaba el último litro y una cama. Abrí la ventana del salón, abrí la cerveza y me encendí un cigarro. Mirando a la pared me sentí bien por primera vez en mucho tiempo. No era algo que fuera a durar, pero había conseguido, al menos, conciliar los dos mundos un rato. Quizá mis dos protagonistas psicóticos iban a estar de acuerdo en tomar el mismo camino por una vez. Quizá incluso se ayudaran un poco el uno al otro. Quizá incluso se cayeran finalmente bien, quién sabe. Aplasté el cigarro contra el cenicero, cerré la ventana y suspiré un poco, lo justo para igualar presiones. Eché una larga meada bastante placentera y me metí entre las sábanas sintiendo que ya era hora de acelerar el tiempo hasta mañana.