Hay voces lentas. Hay voces que no se quieren. Voces que hablan despacito, con cuidado, temiendo hacerse daño al hacerlo. Voces que tienen miedo, que por algún confuso motivo sienten pánico ante las perlocuciones (la intención no cuenta cuando otro interpreta). Hay voces que temen que lo que tienen no sea nada, que no signifique nada.
En algún punto remoto de mi infancia me di cuenta de que era pequeño.
Eso le pasa a todo el mundo.
Algunos al sentirlo decidimos (de algún modo) hablar mucho y muy seguido. Hacernos (parecer) grandes para que nadie se diera cuenta de lo pequeños que éramos.
Otros se metieron dentro de sí mismos, por lo mismo, para que nadie se diera cuenta de lo pequeños que eran.
Nosotros hablamos a gritos, con grandes aspavientos, con efectos de luz y sonido para deslumbrar al de enfrente (no podemos dejarle ver que somos pequeños).
Ellos hablan en susurros, despacio, temiendo hacerse daño cuando hablan. Es muy difícil escuchar sus voces, hay que estar atento y en silencio. Un leve soplido, pequeño. No saben hablar. No lo han hecho nunca. Pero, cuando lo hacen, a nosotros, los de los gritos, nos apetecería quedarnos callados mucho, mucho tiempo. Sólo escuchando.