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bicicleando

Fragmentado tras una noche de fiesta con carácter de crónica de una muerte anunciada, roto y amartillado tras mis defensas menos etílicas, apurando el último sorbo de cerveza fresca y directa al gaznate, despidiéndome de quién no sé (nunca se sabe) si debió estar allí o estar en cualquier otra parte, ignorante. Así, después de una breve visita a la parada de taxis, arranco mi bicicleta «rasta» de dos tiempos (pata izquierda, pezuña derecha), y a las cinco de la mañana del sábado me encamino a la estación de tren para recabar en Chamartín, someramente borracho y en equilibrio con la resaca (amiga franca y escasamente recriminativa), llego a la ventanilla de «regionales» y digo: uno de ida a Jadraque en el tren de Arcos de Jalón.

Me dicen: no sale hasta las nueve.

No importa, compro el billete (por interés que no quede), compro el país y el jueves y pido un café con leche y un bocadillo de jamón con tomate. No he dormido, ni falta que hace. Llevo la bici, el casco, la mochila y unas ganas inherentes de descubrir dónde están mis propios límites.

Me encamino a un viaje a ninguna parte, que es exactamente el lugar donde todo comenzó, hace diez años ya, y donde debe, por fuerza, cumpliendo expiación conforme al orden del tiempo, terminar.

No tengo frío, tengo algo de calor. Parece que Parménides se rompió el coco y dijo: «lo que es es y lo que no es no es», y luego esnifó cien mil corolarios e hizo una teoría filosófica completa.

«Puesto que el mundo no va a ninguna parte, no hay prisa» (Alan Watts).

Y no tengo prisa en ese tren en el que me siento algo libre y tajantemente despreocupado, tengo mi bici, mi mochila y mi casco, y un montón de carreteras que aún no conozco demasiado. Cuando monto en bici me tengo prohibido pensar, por la posibilidad de una gran ostia. Sólo por eso.

Llego a mi destino y cojo la bici. Empiezo a sudar sangre en las imaginativas diapositivas de Guadalajara. Tonos tierra (hay tierra por todas partes, en el cielo y en los ríos, incluso). Voy bien, llaneando. Pero empiezan los torvos senderos ascendentes. Me duele la resaca, exudo cerveza por cada poro de mi piel, tostada por el sol y salada por la idiotez sin control (no sirve de nada). Tras incontables sufrimientos llego a la barbacoa que me espera, como y me duermo. Duermo hasta las diez de la noche. Me levanto, vigilia de tres horas hasta que me duermo de nuevo, doce horas.

No sé exactamente cuándo llego a este lugar. No sé si lo estaba buscando. No tengo ni idea, pero llego. Me siento en el lugar donde levanté su blusa y le mordí los pezones, hace ya tantos años. Al lado está el lugar donde plantó la tienda de campaña, en la que hicimos el amor tantas veces, hace ya tantos (10) años.

Me quedo esperando algo, enciendo un cigarro. Nos veo llegar, con la bruma ojerosa del tiempo, haciendo el tonto, de noche, con salchichas envasadas al vacío en plástico y medio borrachos. Veo dónde hicimos la hoguera, el lugar donde me besó por vez primera el cuello ante un público exigente. Un poco más allá está el lugar donde vomitó cuando la besé por primera vez (no debo ser algo grato de besar, porque con el tiempo vomitar después se ha convertido en algo recurrente). Me pregunto si ella ve esto alguna vez, y me respondo que no. Que se ha convertido en un agujero, inexpugnablemente defendido por las corazas de lo actual. Kundera decía que un mundo obsesionado por la actualidad es un mundo condenado al olvido. Un mundo obsesionado por la actualidad, creo yo, esconde un daño.

No sucede nada. Todo sigue igual. Una leve brisa hace cantar las hojas y veo bichos remoloneando por todas partes. Debe ser que no, que no hay nada que deba suceder. Se me encoje el pecho cuando veo una kangoo blanca enfilar el camino.

Pero es un pastor. ¿Qué creías, cabrón?

Nada, pero dios hijo de puta, deja de jugar con todo esto. Manda al pastor a rematar alguna oveja disidente y aleja esa kangoo blanca de aquí. Es demasiado, incluso en sorbos lentos.

Al rato me levanto, no hay nada vivo allí. No hay nada digno de mención, porque

todo lo que hubo de suceder, ya sucedió.

Asiento, cojo la bici, me destrozo en 25 kilómetros y, cuando acabo, me lanzo a por 25 más.

Después, duermo.

Sucedieron muchas cosas, vi cosas que no quise ver nunca, vi matices que nunca supieron expresarse bien ante mis oídos sordos. Parménides, te chinaste. Me gusta más Heráclito. No es el mismo río. No es el mismo campo. No es la misma historia. Ya pasó, vida, ya pasó. Me hago un mohino y una caricia. No me solivianta.

Ciento veinticinco kilómetros después vuelvo en tren, la misma ruta, los mismos ojillos enrojecidos (antes la falta de sueño, ahora la falta de sueños). Recapitulo el inventario de verdades y me ofusco, me niego a mí mismo porque la propia supervivencia lo exige.

«Una verdad superficial es un enunciado cuyo opuesto es falso; una verdad profunda es un enunciado cuyo opuesto es otra verdad profunda» (Niels Bohr).

Y llego a casa. Hay condones tirados, una toalla criando setas, probablemente alucinógenas. Muchas latas vacías de cerveza sobre la mesa. Algunas llenas, las ingiero con premeditación. La albahaca ha muerto. Los peces aún no. Riego, doy de comer. Estoy confuso. Hay una botella de Marqués de Cáceres en la nevera, seguramente avinagrada. No es relevante. Al menos la casa está en pie. Tenía mis dudas, bien informado.

Tuve varias conversaciones con mi hermana de las que deduje que es un alma reencarnada. No es posible de otro modo tanta sabiduría instintiva. Tuve varias conversaciones con mi madre, de las que deduje que está perdida. No tuve muchas con mi padre. En este caso, son importantes los momentos. Y no se dieron.

¿Algo se ha roto? No. Algo ha desaparecido. Algo ha muerto en este río que era otro río. Me siento relajado. Cansado (muchos kilómetros), me siento despistado. Hay que aprender a vivir sin esa tara que te ha estado dando la vida durante tanto tiempo. Me gustaría decir adiós. Pero no sé.

Ahora, después de releer esto y arramplar con el vino tinto (frío) y la cerveza (caliente) me resumo en un par de palabras. Escucho la canción (prospectiva) que está un poco más abajo y me pregunto cómo estoy.

Y si he de decir algo, ¿qué? Sí, estuve allí. El río llevaba agua marrón, teñida de tierra, porque han soltado la presa a lo bestia. Porque han soltado lo represado a lo bestia. Todo fluye a lo bestia. El canon no existe, no hay lugares comunes donde no hay amores comunes. Esto no dice nada, nadie sabe qué sucedió allí, sobre todo nadie sabe de qué modo sucedió.

No quiero hacerme el importante, pero nadie sabe qué ocurrió donde las cosas ocurrieron. Sobre todo, porque cosas ocurren por todas partes, ¿o no es así? Sí lo es.

No quiero hacer poesía, pero allí estaba el río. Allí estaba entero y dispuesto, estaba, incluso, la huella de la fogata (tras fogata tras fogata tras fogata de gente que encendía fuego sin saber qué había sucedido antes allí, porque lo importante es lo actual, lo que está ocurriendo ahora). Y había un tenso rumor del viento, exigiendo algo mientras yo estaba sentado, en el mismo vano (hueco) que me hablaba y me decía «no». Un «no» tajante, hermoso, distante, frío, inconsolable, mecido en la tierra, hecho de la tierra misma.

Un brindis: por las cosas.

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