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cosas de tumba

Sin embargo, ¿quién no ha estrechado entre sus brazos a un esqueleto,
y quien no se ha alimentado de cosas de tumba?
¿Qué importa el perfume, el vestido o el tocado?
Quien hace el desganado muestra que se cree bello.

Baudelaire. Las flores del mal.

Me pregunto cómo se hacen las cosas eternas, a quién preguntan. Necesito al menos cien o doscientas vidas para olvidar que hoy era su cumpleaños, mientras abrazo a un esqueleto que no deja nunca de sonreír: no tiene labios. Necesitaría doscientos mil cafés en buena compañía, o quizá noches largas, inmarcesibles, charlando en mi salón con la fresca. Necesitaría otros sentimientos, estos apestan. Necesitaría una fragua nueva donde herrar nuevos días. Necesitaría una horma fresca, pura. Necesitaría quererlo. Dejar de mirar por la ventana, dejar de estremecerme cuando suena el golpe de la puerta del portal al cerrarse (espero y espero hasta oír el ascensor: vivo en el único piso del bajo).

Necesitaría quererlo, supongo. Dejar de intentar vencer la corriente y cambiar diametralmente de rumbo. No es tan fácil. No es sencillo, en absoluto. Necesitaría unos ojos nuevos que dejaran de ver lo que ahora veo, oídos nuevos, el pack completo. Dejar de escribir y de tocar, dejar de adentrarme en mis sentimientos. Convertirme en un mueble de roble. Eso estaría bien. Estaría muy bien ir por ahí como si no sintiera nada y amoldarme a lo nuevo, a lo que sucede, limpio, sin pasado, sin recuerdos. O necesitaría que no hubiéramos vivido tanto, para no verla en cada cosa, en cada cosa que sucede.

Necesitaría comprarme unos pantalones de pinzas, cortarlos encima de la rodilla y ponérmelos con unos zapatos negros y unos calcetines del mismo color, bien estiraditos: pasearme desconocido entre desconocidos: transfigurarme: metamorfosearme en vacío, cumplimentar el ingreso en el registro de los que no tienen historia. Ablandar el cerebro, llenarlo de aire. Flatus neuronal. Flogisto del pensamiento. Eso puede ser el vino, pero sólo si sale bien: cuando sale mal la percepción se agudiza, se potencia el estado mental. No estoy dispuesto a eso, no sino en buena compañía, asegurándome de que la glándula pineal no va a estallar. Me ninguneo a mí mismo, me doy arcadas. No entiendo como mis sentimientos pueden ser tan recalcitrantes, que hay que merezca tanto la pena en todo esto o en todo lo que fue esto en su momento.

No entiendo cómo puede ser tan fácil, pero ya no intento entenderlo. Lo que es es, y lo que no es no es.

Acababa Celine su «Viaje al fin de la noche» diciendo: «A lo lejos, pitó el remolcador, su llamada pasó el puente, un arco, otro, la esclusa, otro puente, lejos, más lejos… Llamaba hacia sí a todas las gabarras del río, todas, y la ciudad entera y el cielo y el campo y a nosotros, todo se llevaba, el Sena también, y que no se hablara más de nada».

Y no había otra forma de acabarlo. Su personaje no acababa de transfigurarse, de entender la levedad del juego. Nada vale nada, desde un punto de vista, y todo vale todo, desde otro punto muy cercano, tanto que son el mismo punto. Todo es lo mismo, nada existe de tal modo que sea necesario. La realidad se nos da, y actuamos en ella con la gravedad de estar haciendo Historia, cuando no hacemos nada más que flotar en el aire de las cosas que suceden. Lo importante, lo único importante, es lo que es ahora mismo presente, y todo lo demás no existe (o existe de tal modo que sería exactamente igual si no existiera), nos ponemos la piedra al cuello del recuerdo, del deseo, de la necesidad.

Pero no existe lo recordado, ni lo deseado, ni lo necesario. En cierto modo muy evidente, ni siquiera existe el recuerdo, el deseo o la necesidad. Son invenciones patentes sólo en nuestras sinapsis dementes. Todos nos torturamos con ello y dejamos de lado otros deseos, otros recuerdos aún no gestados, otras necesidades que todavía no saben que lo son. Yo me torturo con ello porque no sé hacer. Saber no es lo mismo que saber hacer, el puto know-how de los yanquis, tan eficaces para estas cosas que saben hacer aún sin saber qué están haciendo.

Este fin de semana conocí a Alberto. Un gran freak. Tiene un problema en las piernas y camina con muletas. Le cuesta, suda, se cansa. Recorre el pueblo con ellas. Yo le acompañe porque me cayó bien. Me cayó muy bien, de hecho. Tuvimos una buena charla. Freaks que imponen su diferencia en sus propios cerebros, se reconocen y se reconfortan. Se reconocen y discrepan, escépticos. No nos creemos nada, la tierra es plana. La sencillez, la falta de disputas. Eso es otra cosa. Eso es para las vacas (con perdón).

No es fácil no tener tan claro a dónde vas. No hace la vida sencilla, precisamente.

En el centro de todo orbita la ineficacia, realmente. Ineficaces para no ver y seguir el rumbo dado sin chistar. No somos mejores. Somos más estúpidos, seguramente. No sé si hago bien, no sé hacer otra cosa.

Porque aunque no existe el recuerdo, el deseo o la necesidad es cierto que no existe vida sin mística, y cada cual tiene la suya. La realidad es un bicho aséptico que no huele a nada, que no sabe a nada, transparente, anodino. Me repliego en la filosofía, es cierto. Lo sé.

Me niego a pensar que mis sentimientos son vacío en un universo semivacío. Me niego a pensar que son tan relativos y contractuales como todo lo demás. Me niego a pensar que si las cosas son de otro modo todo será de otro modo. Me niego a pensar que no significan nada. Me niego, rotundamente, a pensar que puedo abandonarlos como si fueran unos calzoncillos especialmente molestos.

No, no es así, son y están. Estarán siempre. Todo cambiará, menos eso. Todo será de otro modo, seré feliz en algún momento como nadie lo ha sido. No será hoy, precisamente, pero será. Y aún así no habrá cambiado nada.

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