Cuando termine de leer «Juventud sin Dios» tocará el comentario de Horváth, que espero no sea tan sucinto como los demás.
Me ha recordado que la pasta, solo con pasta y curri y algo de albahaca, por mucho que me engañe, no está buena. Que la suciedad se extiende por el desinterés, y no por la falta de limpieza, que hay soledades que se dirimen en la cama y no en las fiestas, que un beso a tiempo rompe el alma y un abrazo a deshoras es mejor que muchas celebraciones juntas. Que una caricia inesperada tiene la fuerza de cien manos, que un sujetador en la cuerda de la ropa tendida es un halo de aire fresco en las mejillas, que la vida tiene particularidades que no son capaces de expresarse en singular, que el cigarro sabe mucho mejor compartido y después de un polvo. Que la risa por una gracia tuya de aquel al que quieres es mejor que mil aplausos, que el poso del café repegado en la taza sale mejor cuando en el borde han estado sus labios, que las toallas no huelen tanto a humedad cuando no eres el único que se seca con ellas, que es maravilloso entrar en la bañera y ver todos los botes de jabón y champú abiertos. Que no sirve de nada imaginar que las sábanas están calientes cuando entras, porque no huelen a lo que deben oler. Que la guitarra suena mejor si se afina a pulsos de piel, que si llegas a casa y no te tienden un tierno beso es como si no hubieras llegado nunca. Que no hay nada mejor que meter la llave en la cerradura y dar sólo una vuelta, sabiendo que tú no te has dejado la puerta abierta al salir. Que ver luces por la ventana desde la calle no es sinónimo de que te has despistado otra vez, sino de que alguien las ha encendido por ti y te espera con su abrigo de cariño.
No hay nada mejor que respirar un aire viciado, que ha estado en otros pulmones antes y de ahí salió directo a los tuyos por la proximidad de las bocas de riego. Nada mejor que levantarte a las siete e ir como un psicópata a comprar porras para otro. Nada mejor que enfangar tus manos en la taza del váter para que otro sonría, complacido.
Nada mejor que estar doscientas horas en la cocina esperando obtener un gemido de placer cuando tu obra sea introducida en las cavernosidades húmedas y tibias de su boca.
Nada mejor que la siesta de después, con una cabeza en tu hombro y la melena reposando en tu brazo.
Pero mejor agotar este poleo, hundirlo en tu craneo, tras los ojos, sumergir los pros de ciertos asuntos tras los pros de ciertos otros. Retomar tu costado herido, tu cabeza perdida, retomar la novela que escribes en secreto (hasta ahora, al menos), o el palomar, o la misma vida que se transfigura y, de uno u otro modo,
es otra.
Y también tiene sus cruzadas, sus masacres y sus oasis.
Pero eso ya lo sabes desde hace tiempo.
Nada mejor, nada peor… el infinito de las paralelas de las circunstancias son los extremos radicales. Juro que ahí nunca se sabe.