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home sweet home

Algún día debería pararme a considerar seriamente qué me sucede con el tiempo los domingos. La cosa es más o menos así: me levanto a las once, voy a la cocina, hago café, ojeo el libro de turno, el café está listo, lo pongo en un vaso, vuelvo al salón y… son las dos del mediodía. Entre tanto he puesto una lavadora y debo tenderla, cosa que me apetece lo mismito que que me den una paliza con saña hasta dejarme semi muerto. Termino tendiendo por un cierto masoquismo endémico mezclado con el asco que me da el olor a humedad en la ropa limpia.

Como son ya las dos salgo corriendo a casa de mis padres. Ya ni me disculpo, por supuesto, ellos han terminado aceptando que o llego tarde o no llego, y cualquiera de las dos opciones les parece lamentable, más la segunda que la primera, según el día. Comemos y echamos unas risas, vemos algo en la tele y me despido. Vuelvo a casa. Entro en el baño. Joder. Maldita sea, joder. Y encima me pilla en domingo por la tarde. Agarro el estropajo como si me fuera la vida en ello y me lanzo a embadurnarlo todo de ajax (y nunca sé cómo está peor, si lleno de excrecciones varias o de esos polvos verdes), friego el suelo y salgo dejándolo todo empapadito de agua.

En este domingo particular después de leer un rato vino Rosa, hablamos animadamente y después vino Fer, tras el ensayo. Un rato de charla breve y Fer se va. Rosa dice: «voy al baño».

Mi primer instinto es gritar: «¡No, sálvate, tú no vives aquí, no tienes por qué hacerlo!»

Pero luego recuerdo que acabo de limpiar, respiro, sonrío y asiento.

Rosa vuelve, charlamos más, y luego se va. Vuelvo a leer hasta que una urgencia fricativa me conduce hasta el baño. Perfecto. Los polvos verdes se han conjugado en pretérito imperfecto con el jabón olor pino del suelo y han conformado unas manchas asquerosas, insoportables. El orín de los tornillos que unen la cisterna con la taza en conjunción con el diluvio de agua que utilizo para fregar han dejado una mancha de un marrón indefinible justo bajo la tapa. Al lado del tirador hay tres bellos púbicos enredados. ¿Hacía falta algo más? Por mucho que todo huela ahora a pino, creo que hubiera sido mejor dejarlo todo como estaba antes de limpiar. Al menos no tenía la tristeza del fracaso.

Toco la guitarra un rato largo. Los dedos me queman. No me importa demasiado, es parte del entrenamiento kit básico para pre-treintaytantones (un par de años, a lo sumo, y a cambiar de filas).

Veo la peli de Howard Stern en un canal de pago teórico y recuerdo lo mal que llevaba lele que todo saliera en la bitácora, lo que me lleva a olvidar enseguida a Stern y, sin embargo, acordarme de Lele a más no poder. Me amenazo con meterme una sobredosis de Millás y sólo con eso consigo recapitular. Me meto aquí. No sé qué hago, pero ya que estoy escribo algo.

He escanciado algo del tío de la bota en un vaso. Sé que es despreciable no mezclar convenientemente según qué caldos, pero no tengo más que polvos verdes, pato wc, limpiador jabonoso para madera y otras lindezas de la sección de droguería, así que dejo al tío con su bota quebrando la integridad del cristal del vaso. Supongo que si aguantan el tirón del infurelax son indestructibles excepto, quizá, en confrontación directa con el suelo mediante el compromiso de asunción tácita y radical de la fuerza de la gravedad de los cuerpos en este asunto.

Me río un poco en plan neurótico. Porque me doy cuenta de que en grado sumo estoy perfectamente de acuerdo con todo esto, y eso me hace sentirme un poco estrambótico o gilipollas, según se prefiera. Resulta que tengo el kaos de vida que siempre quise tener y por el contrato social de la convivencia (o connivencia, probablemente, aunque en condiciones de igualdad) no pude tener. Resulta que va a ser cierto que estoy abocado a una particular forma de fracaso que se denomina «la vida del freak». El carromato de los freak siempre tuvo esa magia atrayente de subyugar a todo el mundo, durante cinco minutos, a los cinco minutos nadie aguanta más y todos quieren volver a sus casas de gran orden y dimensiones normales. Supongo que estas paredes atraen por magnetismo espontáneo, pero nadie quiere y/o querría vivir aquí. Volvemos a lo de siempre, las flores y la mierda. Las flores están ahí, pero la mierda me la quedo para abonarme bien y debidamente.

Así que decido que todo eso no me importa, y que igual que le di carpetazo al asunto Lorelay la semana pasada definitivamente (aún confío en mí en eso), no me importa no saber dónde acabaré ni de qué modo. La edad presiona sólo y según el crédito que se le conceda, y al fin y al cabo 28 años no es para irse tirando de los pelos por ahí, ni por aquí. De momento soy jodidamente feliz, con mis más y mis menos y mis dimes y diretes, y voy a aprovechar esto para conocerme más aún (más allá del mero onanismo o del mero narcisismo) y llevarme bien conmigo. ¿Lo que quiero en un futuro próximo? Ni puta idea. Pero, hoy por hoy, estoy feliz por ser quien soy y hacer lo que hago. Y mejor aún, por hacerlo como lo hago. Me voy a leer «Los estados carenciales», que para mi jodido disgusto es, de momento, una novela excelente, una joya. Achacaré a los doce años de diferencia en el fallo del jurado el hecho de que comparta galardón con «La soledad era esto». Empezaron muy bien con «Nada» de Laforet y no podían mantener el nivel, hubiera sido sobrehumano. Me cago en la leche, me he quedado sin una novela que destripar mientras me río. Pero, de momento (siempre cuidadoso) merece la pena. A empezar bien la semana. Yo, lamentablemente, la empezaré con la extracción petrolífera en la pila de la foto.

Voy a terminar con otra foto que sí me da buen rollo:

Ahh, esto sí que da ganas de decir «buenas noches, dormid bien, y no os hagáis viejos asincrónicamente con respecto al tiempo biológico, cada cosa en su justa medida…»

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