Bueno, este es uno de esos momentos que nunca escojo para escribir, en los que prefiero meterme bajo el edredón a sentir la ligera enervación escurridiza de la sinapsis neuronal. Se acaban de ir Miguelón y Rosa. Rosa medio ofuscada medio ofendida. Nunca salgo, dice. «Hoy me quedo en casa lo de fuera no me interesa, ya saldré a dar una vuelta otro día que no llueva, ¿cuantas flores para un ramo, cuántos versos para un poema?».
Esta mañana estuve en el gimnasio. Un verdadero anacronismo ver al anticuario entre tanto diseño y tanta estupidez. «Esto es una mala copia de «un mundo feliz»», le digo a Goyo. Él asiente, porque yo aún no he visto lo bueno de tanta falacia. Primero unos largos, nada serio, nos hemos quedado en bolas en el vestuario, pero no había nadie más y goyo es de confianza y rápido nos hemos puesto los bañadores. Unos largos en la piscina, me echan la bronca porque debo ducharme antes (la glotis detiene la frase: oh, no hay problema, me duché en casa, antes de salir»), yo haciendo el payaso, que es lo que mejor se hacer, después de tocar canciones imbéciles y dar charlas sobre historia de la filosofía y, si me apuras, de la cultura sumeria (algo que no hago a menudo, por razones más que obvias). Después vuelta al vestuario, nos quedamos mirando los culos que suben y bajan en la bicicleta estática, en gloriosa cadencia, si se me permite una imbecilidad de tal calibre. Yo no pude obviar el preguntarme qué tal se vería el culito de lele en una bicicleta de este talante. El resultado es evidente: daño.
Nos quedamos en bolas, era inevitable. Después de unos breves segundos iniciales me encontré sumamente agusto. No podía ser de otro modo, mi estado ideal es en bolas. Me encanta estar desnudo, barriga al viento de la bomba de calor. Una comunidad de hijos de puta oficinistas unidos, brevemente, por la camaradería de la desnudez. Todo el mundo saluda, todo el mundo sonríe, todo el mundo quiere iniciar una conversación. Hijos de puta, ahí fuera ni siquiera me miraríais dos veces. Ahí fuera me despediríais sin pestañear. Joder, qué hijos de puta.
Entramos en el baño turco y le pregunto a goyo qué indica el termómetro. Me dice «95 grados». Salgo a buscar un responsable, el termostato se debe haber roto. Goyo consigue detenerme a tiempo y me explica que eso es lo normal, que en la sauna van aún más allá y hay cien grados. Hay gente, todos, que estan pagando por esta sutil y refinada forma de tortura.
El aire quema al entrar en contacto con la traquea. Todos se dan cuenta, pero nadie se queja. Hijos de puta despide gente normal. Me duelen los labios, más que de costumbre. Normalmente duelen porque adolecen de besos tiernos. No estoy acostumbrado ya a que duelan por el calor ambiente. Salgo, me derramo en una ducha helada. Entro otra vez, no dejo de hablar, digo estupideces. Risas soterradas, miradas de complicidad. Salimos, otra ducha. Sauna. Cien grados de calor húmedo se soportan mucho mejor que noventa y cinco de calor seco.
Calor, hielo. Nos vamos al jacuzzi (primo hermano de los jacuzza). Un gordo viejo hijo de puta lo copa y no nos deja entrar. Goyo me dice que fue, en su día, el dueño de no sé qué compañía. Le odio inmediatamente, gordo viejo cabrón de mierda que decrépito se arrastra para salir de la bañera con burbujas. Me encantaría empujarle dentro otra vez, para que se joda. Ahora está viejo, y flaquea, pero eso no tiene nada que ver con la cantidad de vidas que jodió mientras aún estuvo en forma. No hay que tenerle lástima, que se la tenga él mismo, si puede. Si sabe.
Lore jamás estuvo en ese gimnasio, pero está en todas partes. Volvemos al vestuario después de decir más gilipolleces en el jacuzzi. Nos sentamos en unas sillas que bien podrían haber pertenecido al barco de «vacaciones en el mar». Me fijo en mí, tengo los brazos detrás de la cabeza, la toalla dejando al descubierto un huevo y a jaime (mi instrumento reproductor) entero. Me consuelo reflexionando acerca del erotismo, y de lo inútil que es cuando no hay intención. Pienso que quizá es más erótico así, y que deberían cambiar la política de las revistas y las películas pornográficas, buscar la espontaneidad más que las poses y las posturas ensayadas. Al mismo tiempo hablo con goyo, me encanta verle tan bien, tan grande. En resumidas cuentas, tan goyo.
Luego una sauna, más duchas gélidas, y nos vamos. Nos metemos un whopper xxl para recuperar todo lo perdido de un golpe. Nos atiende lele. Lele recoge la mesa cuando nos vamos. Nos encontramos al nécora, me pregunta qué tal llevo lo de lele, le respondo que muy bien a una cara sospechosamente parecida a la de lele. Me pregunta si aún conservo su gorro, y me parece una pregunta más que evidentemente estúpida. Por supuesto que lo conservo. Compro unos libros en el vips, algo de tabaco. Dejo a goyo en el áfrica y me voy a casa. Allí me tiendo, comienzo a leer a pratchet cuando me voy quedando dormido… y suena el telefonillo. Es koldo. Le echo en dos embites, me voy quedando dormido… y suena el telefonillo, es Miguelón. No le echo, porque me cae de puta madre. Pongo una lavadora, me vierto en la fregona. No quiero pensar, porque hoy estoy bien jodido de verdad. Viene rosa. Les pongo «el hombre que nunca estuvo allí». Llama goyo, y me gusta oir su voz. Vemos luego «el mismo amor, la misma mierda» de ricardo darín, el paco martinez soria argentino. Unas pizzas, unas risas, pocas canciones, poco tiempo. Se van, y escribo esto.
Se me olvidan cien cosas, pero lo principal está dicho. Lele por todas partes. Buenas noches, mi niña.