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una pareja de imbéciles en el supermercado

Decido ir a un supermercado a por comida después del curro. Normalmente después del curro no me apetece hacer nada que no sea ensuciar, leer, tomarme unas cervezas (solo o con alguien, indistintamente), revisar algo en el ordenador o jugar al wow. Normalmente. Pero ayer, vete tú a saber por qué, me apetecía cocinar. Cocinar, a estas alturas de mi vida. Por eso me meto en el supermercado a por ajetes, patatas, cebollas, champiñones… festival de la tierra. He decidido hacer lentejas y pescado al vino blanco. He decidido comprar rápido, para que el hartón del curro no se mezcle con el hartón del centro comercial y evitar la embolia.

Nada más entrar por la puerta están ahí. Él, con un traje ligeramente grande, puños de la camisa tapando las manos, corbata amarilla y negra y ella, pelo rizado con orquillas de avispas, bolsito en el que no cabe ni un cleenex si no está bien doblado y traje de lana gris un poco quiero y no puedo ser tan estupenda como doy a entender. Ambos gafapastiles y despeinados y empalagosamente guays en general. Ambos generando espectáculo, representando su vida delante de gente que intenta llenar la nevera en silencio y rápido para pasar a cosas más interesantes, que suelen incluir encender el televisor y descolgar la mandíbula inferior hasta que la baba comunique.

«Cariñooooooooooooo, ¿quién te quiere tantoooooooooooooo?»

Yo no, desde luego.

Les sigo con la misma curiosidad morbosa que me impide apartar la vista cuando me pinchan. Les encanta. Se encantan. Buscan las zonas con gente para seguir consumiendo su droga.

«Cariñíiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiin, ¿tenemos lecheeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee?»

Ambos se miran y se abrazan, sonríen. Pero todo forzado, todo complicado, todo perpetrado. Es curioso ver como cuando entran en un pasillo vacío prácticamente ni se miran. No se hablan. Giran la esquina, se topan con alguien y de nuevo empieza la obra de teatro estúpida a la que drenan la vida.

«Estos penecillos te encantan, ¡voy a llevarlos para tiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!»

«Uiuiuii, ¡has dicho penecillos!»

«Jojojojujuju, ¿síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii?»

A juzgar por las canas tienen entre 30 y 40 años. De su comportamiento sería imposible deducirlo. Me parece curioso comprobar los silencios en los que entran cuando no hay nadie para ver los diálogos, así que me divierten un ratito más. Luego me aburren como Gran Hermano XXVIII (o por la edición que sea que vayan ya) y por los mismos motivos, por lo que les dejo y me voy a lo mío.

Y es entonces cuando empiezo a encontrármelos por todas partes.

Tirándose besos en la panadería, ocupando entre dos todo el espacio de la tienda e impidiendo que NADIE MÁS pueda coger una barra de pan y largarse, sobre todo impidiendo que yo coja el pan y me largue. En la sección de postres, haciendo barricada con el carrito y lanzándose comentarios acerca de comerse tiernamente cosas el uno al otro. El carro en un extremo, ella en el centro del pasillo y él a la derecha. Algunos clientes encerrados en medio. Gente que les mira como si fueran de otro planeta o como si la forma ideal de la justicia consistiera en mandarles a otro planeta.

Y hacerlo ahora mismo.

Y por último en la caja. Justo detrás de mí.

Hablando de cómo iban a colocar la comida en la nevera, y sobre lo bien que iban a quedar los yogures al lado de las mermeladas.

Cuando estaba a punto de tocarme no aguanté más y me fui de la caja, a la del otro extremo.

Mientras esperaba les vi pasar los productos y pagar, con grandes risas y comentarios jocosos. Después, tras recoger las bolsas, salieron hacia la puerta. Sin gran despedida final, en silencio, despacio, mirando ambos al suelo.

Con el telón bajado, hasta el momento en el que la situación les permitiera levantarlo de nuevo.

Cuando salí, él metía las cosas en el coche mientras ella esperaba sentada en el asiento del acompañante. En el capó del mío un moscardón enorme estaba atontado por el frío. Metí las bolsas en el asiento de atrás, el moscardón en el salpicadero, arranqué y puse la calefacción a tope, esperando que el bicho entrase en calor, se desperezara y viviera lo justo para morir un par de horas más tarde en otro sitio.

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