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17 de mayo

(lo prometido es deuda)

Estuvo aquí JX, con su rostro contenido, concentrado, pulcro, y su figurita divina envuelta en un traje sastre minifaldero. «Al principio de volver a vernos, tras una pausa de varios días, siempre me pregunto: pero veamos, ¿cuál es la relación que tengo yo con este señor?», explica ella riendo. Me ocurre tres cuartos de lo mismo, respondo. «Es como volver a arrancar de cero.» Sí. «Lo cual tiene su gracia.» La tiene. «Y su riesgo.» También. «¿Alguna ventaja?» la ventaja es que uno ha recuperado la distancia suficiente para volver a percibir al otro.
Percibir al otro. Es menos frecuente y menos simple de lo que parece. Por lo general deambulamos por la vida sin experimentar al otro, sin experimentar a secas. Sumergidos en nuestros pensamientos, a lo sumo tenemos sensaciones -efímeras sensaciones-. Me ocupé del tema en algún libro mío. ¿Cómo salir de la cápsula mental? ¿Qué es esto de asomarse al exterior? Uno sabe que el llamado mundo exterior se construye como una representación teatral en el escenario del cerebro; que la información que nos alcanza viene tratada, a nivel motivacional por el hipotálamo, a nivel asociativo por el neocórtex; que esas asociaciones se realizan sobre una previa codificación social; que todo lo que tiene nombre es ideológico; que todo lo que se formaliza en sistema tiene que buscar su fundamento en otra parte: Gödel, Tarski; que si empujamos lo bastante, topamos siempre con una paradoja, un límite; en suma, que estamos estrictamente condicionados.

Condicionados y confinados. Uno sabe que la nuestra es una habitación con muy pocas ventanas. Tenemos que procesar señales muy asépticas. Procesar para luego construir. En rigor, «Ahí fuera» no hay ni luz ni color, sólo ondas electromagnéticas; no hay sonido ni música, sólo ondas de presión en el aire; no hay calor ni frío, sólo moléculas que se mueven con mayor o menor energía. Y, con toda seguridad, «ahí fuera» no hay ni dolor ni placer. Ahora bien, las ventanas pueden abrirse y se pueden trascender los límites con extensiones tecnológicas o con expansiones de conciencia. Si cualquier experiencia es construcción, lo que cuenta es el arte de construir.
Sabemos que estamos condicionados, y éste es el meollo de la lucidez y el aliento crítico. Sabemos que no sabemos, y ahí está nuestra peculiaridad y nuestro margen.

«Estuvo aquí JX, con su rostro contenido, concentrado, pulcro, y su figurita divina envuelta en un traje sastre minifaldero». Es el arranque, el vislumbre provisional de una Gestalt. No tengo prisa alguna. Miro a JX. Ella me mira a mí. Se sienta en el sillón de cuero donde yo suelo dormir la siesta. La minifalda deja al descubierto sus muslos. Mi deseo viene implícito en mi mirada. O mi mirada en mi deseo. Y una compleja computación se produce en mi sistema nervioso.
Ante todo la mirada, sí. Le regard. Necesitamos mirarnos. Recuperar nuestra condición de sujetos. Tras casi una semana de no ver a esta mujer necesito, ante todo, mirarla. Mucho antes mirarla que tocarla. (Conviene dar tiempo a la gestación de la sorpresa y del encuentro; porque cada encuentro requiere una cierta previa recapitulación de todo lo que ha habido; como una ontogénesis que resumiera una filogénesis.) El caso es que necesito reinventar nuestra fiesta, volver a poner en marcha nuestra dialéctica. Luego, según resulte de la mirada, la exploración proseguirá con la palabra, el tacto, el olfato. (Ciertos indios americanos se saludan entre sí con la expresión «olfatéame».) Y en la misma medida en que uno redescubre al otro se redescubre uno a sí mismo.
Sí, es indispensable arrancar de la sorpresa. La sorpresa de que el otro es un ser-otro, no una mera proyección mía. Indispensable y saludable, porque a poco que uno se descuide, queda uno encerrado en el solipsismo. (Porque el solipsismo es la condición habitual del animal humano -nadie dialoga con nadie- y acaba siendo la manera cómoda y patológica de zanjar las fisuras: todo viene centrado en el yo). Y con la sorpresa, la curiosidad. Por ejemplo ¿quién será ella?, ¿qué diablos hace aquí?, ¿qué tiene que ver conmigo? La curiosidad socava el solipsismo. Lo cual se produce gradualmente, no de golpe. Escribio Ortega que el otro «se nos presenta con la misma sencillez y tan de golpe como el árbol, la roca y la nube». Discrepo. Ni siquiera el árbol, la roca o la nube se nos presentan de golpe y con sencillez.
Mi cuerpo se aproxima al cuerpo de ella casi con recelo. En un momento dado, y aunque separadas por los respectivos vestidos, se rozan nuestras regiones genitales. Hay ya una comunidad de vivencia. Ella sigue siendo otro y, al mismo tiempo, la distancia entre ella y yo tiende a anularse. y tanto más se anula cuanto más irreducible se hace ella. Momentos atrás ella era un bulto; ahora, el bulto ya tiene forma. y formas. El milagro de la superación del solipsismo ha comenzado.
Sartre planteaba las cosas al revés. La honte, la vergüenza, el recelo, se produce antes del encuentro, no después. Es antes de la vivencia compartida que el otro te reduce a objeto. No olvidemos que Sartre era muy feo. Él pensaba que el encuentro interhumano es la colisión de dos libertades que mutuamente tratan de reducirse a objeto. Sartre construye una peculiar fenomenología de la mirada, le regard, porque aborrece que le miren.

En general resultan muy poco de fiar los filósofos cuando transmutan sus obsesiones en discurso. Así, Emmanuel Lévinas propone una supuesta ética de la alteridad, una primacía del tú, del tú trascendente, y desahoga sus incapacidades sensoriales con frases como esta: «la mejor manera de encontrar al otro es la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos». Excelente. ¿Y por qué no ir un poco más lejos todavía?. ¿por qué no decir que la mejor manera de encontrar al otro es la de ni siquiera darse cuenta de que el otro existe?
(Atención. Lévinas tiene buenas intenciones, pues escribe que «c’est seulement en abordant autrui que j’assiste à moi-même». Lévinas habla de la experiencia del rostro del otro, que es cuando el sujeto queda «desenclaustrado de sí mismo». Lo cual es atinado. Sólo que uno se pregunta por el color de los ojos de ese otro/otra. Uno piensa que por el camino de la abstracción no se trasciende el solipsismo).
Y el caso es que la gravitación del solipsismo es permanente. Hablas con una persona, descubres ciertas afinidades, os entendéis/encontráis en una zona del espectro comunicacional y, automáticamente, tiendes a pensar que también habréis de entenderos /encontraros en otras zonas. Pero esto ya es pura proyección. La otra persona es diferente de ti, precisamente otra, otro. Y la sorpresa te la llevas cuando descubres esto, cuando topas con los perfiles de la finitud. Entonces, a menudo, uno se rinde y retorna al solipsismo.
Y del solipsismo es difícil escapar. Escribe Fernando Pessoa: «Nunca amamos a nadie. Amamos, sólo, la idea que tenemos de alguien. Lo que amamos es un concepto nuestro, es decir, a nosotros mismos» (Máscaras y paradojas). «Toda emoción verdadera es mentira en la inteligencia… y tiene por tanto una expresión falsa. Expresarse es decir lo que no se siente» (Ib.) Y también: «abdicar de la vida para no abdicar de uno mismo».
Pessoa era un personaje melancólico que no tenía resuelta la ecuación entre la literatura y la vida. (Dicen que nunca hizo el amor con nadie). Pero el problema que plantéa es muy real. Es un problema que pocas personas tienen resuelto, sea en la literatura, sea en la vida. La cuestión es ¿no puede la vida entrar en el lenguaje?, ¿el lenguaje en la vida? ¿Es la literatura, ya para siempre, una colección de textos sobre otros textos? Borges así lo creía. Pero Borges se pasó la vida entre bibliotecas y laberintos.
Uno piensa que lo real/literario, lo literario/real, es siempre un acto de construcción. Y que en esta construcción (que puede ser instantánea) está precisamente la superación del solipsismo. «Estuvo aquí JX, son su rostro contenido, concentrado, pulcro…» y era como si fuera la primera vez que nos encontráramos. Arrancando de la extrañeza y la sorpresa, entrábamos en la construcción psicosensorial del encuentro. También literaria. Porque la literatura es la vida contada. Glosa. Pero también la vida es glosa vivida. Decía Galdós que «por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela». Uno entiende que un encuentro real entre dos personas es a la vez literatura y vida.
Lo que ocurre es que hay pocos encuentros reales. Hay poca literatura. Hay poca vida.

«Estuvo aquí JX…» En encuentro arranca de que ella sigue siendo ella, sigue siendo un alter, y su contacto me altera. Y tras la alteración, junto a la alteración, el deseo, desiderare, que es como una radiación que cubre la distancia. y vuelvo a repetir: en la misma medida en que uno redescubre al otro, se redescubre uno a sí mismo. Se sorprende uno de sí mismo. Se sorprende uno del otro. En el infrecuente territorio de la gracia.

Salvador Paniker. Cuaderno Amarillo. Plaza & Janés Editores.

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