No sabía nada.
No podía saber nada.
No tenía más remedio que no saber nada.
Te rompes la boca contra el borde de la piscina
sólo por no saber decir «espera» a tiempo. Y
sales del agua mientras el sol declina
y piensas que no te queda tabaco en la mochila.
Con tu bañador de Carrefour negro
y cutre, con los dientes rotos,
escupiendo sangre, rezumando odio,
regalando vergüenza, rabia, ridículo.
Pensando que hubiera sido mejor haber
sabido hablar. Haber podido decirle a alguien
que cuando todo se combina de un cierto modo
todo en un cierto modo se combina y estalla.
Que no puedes quedarte.
Que tienes que irte.
Que no sabes nada.
Que no puedes saber nada.
Que no tienes más remedio que no saber nada.
Doblas la esquina con las manos en los bolsillos
y el sabor a sangre en el paladar. Un paquete
de tabaco tirado en el suelo te enseña un filtro
amigable,
puerto,
descanso.
Lo enciendes con tranquilidad mientras te sientas
sobre una piedra, aspiras, aguantas, espiras.
El humo que sale de tu boca es perfectamente normal.
Aunque a ti te parece de color rojo. Rebotando en las corrientes
de aire, dando saltitos tontos sin dirección concreta.