Después de tanto ruido no quedó ni la guerra.
Ni siquiera roncos gritos de tempestad.
No tuvimos que recoger ningún herido
del campo de batalla.
Tampoco ningún muerto.
Después de tanto ruido,
de tantas voces,
de tantas y tantas discusiones,
de tanta bilis acíbar en la garganta,
de tanto llanto y tanta miseria
expresada en tardes y tardes como esta,
no quedó nada.
Un atronador vacío
enmarcado en un tremendo silencio.
Nos vimos,
algún tiempo después,
en medio de cualquier parte.
No podíamos hablar,
porque no había cosa alguna que decir.
Nos miramos,
como dos extraños ya que
aún conservan el tenue pero impregnante
aroma de lo conocido
sin ningún referente cercano,
dos anónimos,
dos colores que comparten paleta,
dos glosas de un mismo verso
que no se tienen la una a la otra.
Dos personas, tú y yo,
que comparten espacio en un momento dado.
Después de tanto ruido…
no quedó ni el odio, ni la rabia, ni el desencanto.
Después de tanto ruido quedó una oquedad
en medio de ambos, un incomodo hueco,
un tipo gris neumático que nos mira con ojos reumáticos.
Estratificado, rígido, solidificado.
Yo pagué las cervezas
y te acompañé a tu coche.
Después entré al primer bar abierto que me encontré.
Necesitaba un respiro.
Oír las tragaperras. Su repique de campanas
que retrotrae a rutinas olvidadas. Badajos
de cuando todo era más sencillo.
Comer las ali-oli que pusieron sobre la barra.
Escuchar un chiste de otros
y reírme un rato.
Mirar al suelo, a la punta de mis zapatos.
Encontrar ese clavo ardiendo
al que aferrarse
cuando todo está saldado.