Tú percibes un mundo sencillo, disciplinado.
Un mundo sin espirales ni requiebros.
Tú percibes un mundo unívoco,
como si hubiera un armario para cada calcetín
y un calcetín para cada armario,
un espacio para todo,
un lugar en el que las partes se acomodan
discreta y eficazmente donde deben.
Y tú me percibes a mí, por eso, como un hueco
en tu orden
que debe ser cubierto, engarzado en su sitio,
me percibes esmirriado, disminuido,
quieto, fijo. Tienes de mí lo
que extraes de ti misma, el resto
se desvanece.
La vista cuando no mira es como unas tijeras:
recortan lo que no se quiere.
Tú percibes un mundo unívoco.
Y eso es lo que tienes.
Eso es lo que eres.
Más allá del marco la vida se está pegando una fiesta
a la que no quieres ir. No dudaría en invitarte
de todos modos,
si poseyeras ojos para verla.
Cuando estoy
allí, no me ves.
No puedes verme.
Te observo, ciega,
preguntándote confusa
dónde está lo que ha estado siempre.
Te observo y me doy la vuelta:
no puedo soportar tanto silencio.
Me alejo repitiéndome
que cada cual tiene que librar
sus propias guerras.
De otro modo no podría dar un solo paso
en sentido contrario a los tuyos.