… lamiendo el
suelo sólo por el gusto de
hacerlo. Cogí un segundo
y un tercero y les
cerré la puerta en las narices,
que quedaron aplastadas y
saturadas de astillas de madera.
Vaya, seguíamos sonriendo
pese a tener los labios tan
juntos que te confundiste
y besaste con los de ambos
los de otros
que pasaban por allí,
yo te gritaba que no
y tú me pedías perdón
de esa forma tan dulce
que te sale como la miel
del corazón. Melifluas
parecían las otras
salivas en comparación con la
mía, exiguas
y, en definitiva,
tan poquita cosa,
tan indefensas,
tan indefendibles…
Yo puse mi mano en una
farola, que agradeció el contacto
y se tendió tiernamente a mi lado,
supurábamos ambos fluidos eléctrico-gaseosos
que lloraban en nuestras gafas.
En su ojo los llantos
provocaban lindísimos
cortocircuitos como
fuegos artificiales en domingo,
mi farola se retorcía de dolor
disfrutando de lo
agusto que se
abraza cualquiera
conmigo.
Tomamos unos botellines
que sonaron a cascada
en sus intestinos de
cobre y plástico,
se despidió de mí
con dos mil
voltios en mi pecho
y murió.
Caían resquebrajados trozos de yeso del
techo.