Que no tengo pies,
que te juro que los ando buscando,
que los días,
que entienden de esas cosas,
me van configurando alado
según se alergizan mis ojos,
según se embellece con
trinos asmáticos mi respirar,
según pienso que
no poseo sentido alguno,
utilidad alguna,
necesidad alguna,
que todo es una pamema.
Que no encuentro en mi cenicero
el significado de este
esfuerzo,
que cada vez caigo más bajo
y pierdo, al mismo tiempo,
más el contacto con el suelo,
que ya me queda poco para
llegar a ser la iniquidad que,
aunque en estado inocente,
siempre fui.
Que nos han engañado,
que sí, podemos construir con cristal
nuestros labios, nuestros brazos;
pero siempre y, únicamente,
al final el ruido,
al final el final.
(Hay finales más terribles
que la muerte).
La vida es un despropósito
que nos golpea en el pecho
con sus olores de tabaco,
con sus intentos de soborno,
con su lucidez terrible
y ensordecedora, depresiva
y constante sobre todo lo que
intentamos.
Tomo mis manos
y escribo con ellas este poema,
no hay nada restringido,
nada oculto,
la vida no tiene piernas
y no las quiere,
me hace ver lo que no veo
como he de verlo,
me hace ser lo que no quiero,
abanderar lo que no pretendo.
Me conduce inexorablemente
hacia sí misma.