Cogimos un tren en Atocha
cuando aclaró el domingo. Vestíamos
nuestras sonrisas y llevábamos
un saco lleno de instantes.
(Un saco de instantes no es
nada despreciable, pero son volátiles,
sólo existen en promesa cuando
la vida parece que se abre).
Con tanto peso íbamos lamiendo
el suelo, suelo de gris chicle caramelo,
opuesto siempre opuesto al cielo enfermo
que, nos dijo uno que vendía cupones, está
a veces ahí arriba, donde ves el techo,
que es eso que nunca puedes pasar con la cabeza.
Pero no, eso fue luego…
Con tan poco peso íbamos rozando
el cristal azul manchado de borrones
blancos que, a veces, va y nos llueve. Sí,
lo recuerdo porque tú ibas vestida de
color lata y a veces no podía verte, tú
ibas buscando mi mano y yo las
había dejado trabajando en la barra.
Yo intentaba decirte que no había nada
que pudieras aferrar de mí, pero tú no
entendías mi gramática y, además,
te aburre toda aquella saliva
que yo suelto cuando no sé decir y
quiero.
Así que nos fuimos en el tren
y corriendo nos desvestimos dentro,
era tanto el corazón que nos olvidamos
los calcetines y tuvimos que empezar de nuevo.
Ah, sí… y luego…
Luego nos pesaba tanto el saco,
que entretanto se había llenado de
malos ratos, que nuestras lenguas
lamían el piso, iban recogiendo
su siembra de suelo gris chicle caramelo,
sus epitafios húmedos de quién sabe
qué chismes, qué calendarios. Pero
ya no podíamos abandonar la bolsa,
que entretanto se había hecho cuerpo
en nuestros cuerpos, justo debajo del brazo
izquierdo.
(Un saco de sombras no es
nada despreciable, pero son peligrosas,
estampan sus oleajes en las
pieles que les acogen).