Como preludio a los tropos pirrónicos, y sin poder evitarlo, ahí va la genialidad inmensa del rookie del empirismo inglés:
«No siendo la filosofía otra cosa que el estudio de la sabiduría y de la verdad, se podría con razón esperar que aquellos que le han dedicado más tiempo y esfuerzo deberían distrutar de una mayor tranquilidad y serenidad mental, de una mayor claridad y evidencia en el conocimiento, y estar menos perturbados que otros hombres por dudas y dificultades.
Sin embargo, vemos que la masa no culta de la humanidad que sigue la senda del simple sentido común y se rige por los dictados de la naturaleza se encuentra en su mayor parte tranquila y despreocupada. Nada que sea familiar les parece inexplicable o difícil de comprender. No se quejan de falta de evidencia en sus sentidos, y están totalmente fuera del peligro de convertirse en escépticos. Pero, tan pronto como nos separamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, surgen miles de dudas en nuestras mentes en relación con aquellas cosas que antes nos parecía comprender totalmente. Por todas partes se descubren ante nuestros ojos prejuicios y errores de los sentidos; y al tratar de corregirlos por medio de la razón desembocamos, sin darnos cuenta, en extrañas paradojas, dificultades e inconsistencias que se multiplican y nos desbordan, a medida que avanzamos en la especulación, hasta que, al fin, después de haber vagado por muchos intrincados laberintos, nos encontramos exactamente donde estábamos, o, lo que es peor, situados en un escepticismo desolador.»
George Berkeley. Tratado sobre los principios del conocimiento humano.