Me gustan las mujeres. Me encantan, pero no las comprendo. Supongo que por eso me atraen tanto, por el morbo que te da ser un auténtico desconocedor del sexo contrario. El otro día tuve en mis manos un libro que hablaba de cómo conquistar a las mujeres. Me hizo cierta gracia que alguien se crea con la suficiente autoridad para escribir sobre ellas. Me gustaría encontrar la fórmula mágica de la seducción, para poder tirarla por el retrete del cuarto de baño. Os lo aseguro.
Mi amigo Iván es feliz. Conoció a su mujer en el Instituto, se hicieron novios, y se casaron. Tienen dos niños, y una niñera. Veranean en la costa 15 días en verano, se disfrazan en Carnavales y ahorran para comprar una batidora, una tostadora, o quizás otro televisor para la cocina. Ahora quieren hacerse con un ordenador para poder llevar la cuenta de lo que ganan, lo que gastan y el tiempo que tardarían en ahorrar el dinero suficiente para comprar algo que no necesitan. Tienen dos coches, una moto, una bici y un monopatín, y la mayoría de los días se van al trabajo en metro, porque es más cómodo y rápido.
Desde que me separé de mi mujer me he quedado sin nada; ella se quedó con el piso, el coche me lo robaron y mi dignidad la perdí en una alcantarilla una noche de borrachera. Sólo tengo a mi amigo. Más de una vez he dormido en su casa cuando el casero me echaba por no pagar. Y también me dejaba su coche. Ultimamente no; no le gustaba que condujera borracho. Pero más de una vez tuvo que ir a recogerme si había bebido más de la cuenta. Luego me metía en su cama, encendía la calefacción y programaba el despertador con el tiempo suficiente para despertarme, tomarme un café y volverme a meter en la cama (hay veces que pienso que necesito yo más la niñera que los niños de Iván). Pero mi vida no siempre ha sido así: no siempre he estado borracho y sin trabajo. Antes trabajaba; era un borracho, pero trabajaba. Pero en el Banco se cansaron de mí, y me echaron. Mi mujer también se cansó de mí, y también me echó. Lo del Banco me dio igual. Lo de mi mujer no. Yo estaba firmando en el Registro Civil los papeles del divorcio, y me acordaba de cuando la conocí. Algunas veces dormía conmigo, y yo me levantaba antes que ella. Y tengo recuerdos de muchas tardes que volvía a casa y me encontraba chocolate encima de la cama: bombones de chocolate, tabletas de chocolate, pastelitos de chocolate� Si una mujer te regala chocolate un día cualquiera es que está enamorada de ti. Eso es amor. Pero si te regalan una corbata o flores el día de San Valentín o Reyes Magos, no os creáis que es amor. Tan sólo os renuevan el contrato. Ultimamente siempre le regalaba las mismas cosas: colonia, un bolso o algo de bisutería. Yo no estaba enamorado de ella, pera era una mujer que me daba mucho calor en la cama, y eso es de agradecer (sobre todo en una casa sin calefacción). El mismo día que firmé mi divorcio, firmé el principio del fin. No quedaba nada de ese sentimiento que nos unió en el pasado. Nos dijimos hola al entrar, y adiós al salir. Al final se quedó ella con el piso, y yo en la calle (nunca pensé que el chocolate me saliera tan caro). Iván siempre me aconsejó que no la dejara escapar, que intentara volver con ella. Pero yo intenté demostrarme a mí mismo que no dependía de nadie (lo único que conseguí fue demostrar que nadie dependía de mí). A los pocos meses se enrolló con un abogado, y poco más tarde él se fue a vivir con ella (en mi piso). No sé si le regalará chocolate, pero seguro que también le da el mismo calorcito que a mí en la cama.
Conocí a Carolina en la piscina un caluroso día de Agosto. Por esa época no estaba con ninguna mujer, pero a decir verdad tampoco me preocupaba. Hacía demasiado calor. En invierno es diferente, hace frío y un hombre no puede estar solo. En aquellos momentos tampoco me emborrachaba demasiado. Sólo de vez en cuando. Iván me la presentó (a Carolina) y se quedó con nosotros a tomar el sol. Resultó ser la prima de la niñera. No era una chica guapa, ni tampoco tenía pinta de ser demasiado interesante, pero era agradable conversar con ella. Es de este tipo de persona con las que te puedas ahorrar las intranscendencias y hablar directamente de temas personales. Había estado viviendo con un empresario taurino, y habían cortado hacía unos meses (no me atreví a preguntarles sin fue por un asunto de cuernos). La familia de Iván se marchó y nos quedamos solos. Hablábamos y hablábamos como si fuéramos a solucionar todos los problemas de este mundo. Y sin saber por qué, estábamos una hora más tarde en una terraza, tomándonos una cervezas. Luego la acompañé a su casa, me invitó a tomar una copa y subí. Quince minutos de indecisión, y nos fuimos a la cama (de esto sí sé el por qué). Llevaba más de ocho meses sin estar con ninguna mujer, y cuando parecía que el sexo femenino me había dado la espalda, allí estaba yo, contemplando un techo desconocido de una casa desconocida, palpando el calor corporal de una mujer desconocida. Me pegué una ducha, me vestí y me despedí de ella con un simple «nos vemos». Yo interpreté ese saludo como » cuando quieras estar conmigo ya sabes, te pasas por la piscina, charlamos un rato y nos vamos a la cama». Yo me planteaba si merecía la pena. Sabía que ella no era gran cosa, pero tampoco tenía pinta de darme muchos problemas. Estaba indeciso, pero tres días más tarde volví a la misma piscina, y la encontré en el mismo sitio. Parecía alegrarse mucho cuando me vio. Me senté a su lado, y durante una hora tuvimos la conversación más insulsa de toda mi vida. No hablamos de la noche que pasamos juntos, ni de su ex-novio, ni de las chocolatinas que ya no me regalaba mi ex- mujer. Una vez pasada esta hora cogió su bolsa, y sin darme opción a nada se despidió de mí diciendo que se iba a casa a planchar toda la ropa atrasada. Se fue, y me quedé contemplando cómo jugaban unos niños en el agua. Dos horas más tarde entré en el bar que hay junto a mi casa y me tomé cuatro vinitos. Luego me fui (yo también) a planchar, aunque sólo fuese la oreja.
Encontré un trabajo de redactor en un periódico. No ganaba un gran sueldo, pero estaba a gusto. Decidí que era un buen momento de sentar la cabeza. Pagaba a primeros de mes a mi casero, Iván no tenía que cuidar de mí, y llamaba «guapa» a todas mis compañeras de trabajo (eran horrorosamente feas, todas, sin excepción).
No se me olvidará jamás aquella noche de viernes. Habíamos salido todos los empleados del periódico a cenar. Al final nos quedamos 4 y nos metimos en un pub con fama de tener una clientela femenina de primera. Y en una esquina de la barra se encontraba una preciosa mujer, de unos 30, morena, ojos castaños y mirada misteriosa. Fumaba y bebía whisky con cierto estilo a cine negro de los 50. Mis dos colegas y yo no dejamos de hablar de ella con cierta ingenuidad colegial, pero al mismo tiempo con la picardía de unos viejos verdes. Ella nos miraba de reojo, consciente de ser el centro de nuestra atención. Nos dio tiempo a tomar una segunda copa, y la misteriosa mujer no se movía de su asiento. Al final me propusieron una apuesta: una cena a que no la conquistaba. Acepté. Entré en el Servicio, meé, me lavé las manos, me miré en el espejo, me peiné un poco y salí al ruedo. Tenía más miedo que vergüenza, y estuve a punto de rechazar la proposición, pero al final me lancé. Me senté a su lado, pedí un gin tonic al camarero, y le dije que invitara a otra copa a la dama de mi parte. Me imaginaba la expresión de mis colegas. Les estaba ofreciendo la oportunidad de ver una escena a lo Humphrey Boggart, gratis, en vivo, y además les iba a invitar a una cena.
– Gracias, pero no suelo aceptar nada de un desconocido.
– Permítame presentarme. Me llamo Daniel. Soy redactor en un periódico, y durante años trabajé en un Banco. Llevo un tiempo observándola, tenía curiosidad de conocerla, y … aquí estoy.
Ella le hizo un gesto de aprobación al camarero, que estuvo escuchando mi parrafada esperando saber si debía de servir la copa o no. El primer asalto estaba ganado.
– Tienes pinta de ser un buen tipo. ¿Estás casado?
– No. Divorciado. Mi ex mujer vive ahora con otro.
– Y ahora, ¿tienes novia?
– No. Estoy solo.
De repente giró la cabeza y se quedó mirando a mis amigos, que en ese momento estaban mirándonos, riéndose.
– Y esos son tus amigos, ¿no?
– Sí.
– Supongo que estáis en una despedida de soltero o algo parecido, y estás ahora mismo conmigo para ganar una apuesta. ¿Me equivoco?
– No.
– Bésame.
– ¿Cómo?
– Bésame. ¿O no te gusto?
Y la besé ante la mirada atónita de mis colegas.
– ¿Vives solo?
– Sí.
– Llévame a tu casa. Quiero pasar esta noche contigo.
Me parecía todo una película. Tenía la sensación de que en ese momento gritaría el director:
– ¡Corten! Hay que repetir la escena.
Pero nadie dijo nada. Pagué las consumiciones, la agarré de la mano y salí por la puerta mientras que seis ojos parecían que iban a salirse de sus órbitas. Me hubiera gustado que mi ex mujer hubiese estado allí. Ella, que decía que yo había perdido mi encanto personal. (No sé si con eso insinuaba que alguna vez lo tuve).
– ¿Cómo te llamas?, le pregunté en el coche.
– Da igual. No tengo nombre, no tengo edad, ni profesión. Tampoco quiero saber nada de ti. Sólo quiero que me hagas el amor, y mañana tú volverás a vivir tu vida y yo la mía.
Pues si esto no es una película, o es un sueño o me tocado el gordo de Navidad, pensaba yo. Luego en el ascensor, nos besamos. Yo la cogí por la cintura y le metí la mano por la espalda, y en dos segundos le desabroché el cinturón, como si lo hubiese estado ensayando durante toda mi vida. Entramos en mi casa. Estaba un poco desordenada, pero una noche es una noche. Nos tumbamos en la cama, y me eché encima de ella con pasión (con voracidad, diría yo).
– ¿Por qué no llenas la bañera? Me gustaría darme un baño contigo antes de hacerlo.
Así lo hice. Y mientras, ella parecía absorta en todo lo que había en el salón. Curioseó todos mis libros, todos mis discos. Daba la impresión de que quisiera conocerme a través de mis pertenencias.
– Me encanta este tipo.
– Sí. Es muy bonito.
Se refería a un hombrecillo de labios gruesos que tocaba el contrabajo. Era una pequeña figura que compré en una tienda de Antiguedades en Amsterdam. Yo estaba de pie, en la puerta del cuarto de baño, observándola. Me gustaba, tenía estilo. No acaba de entender demasiado esa historia.
– ¿Está llena la bañera?
– Sí .Y está calentita el agua.
– Metete dentro. Quiero que te acuerdes toda tu vida de esta noche.
Ella apagó la luz del cuarto de baño y puso una vela encendida encima de la alfombrilla que adorna el retrete. Luego volvió a salir, y empezó a sonar uno de mis discos, «Lo mejor de Sade», curiosamente uno de mis preferidos. Cerró la puerta del cuarto de baño, y me dijo mientras me guiñaba un ojo:
– Vete preparando, que voy para allá.
Buena música, agua caliente, y una mujer hermosa. ¿Qué más puede pedir un hombre?
Pero «Your love is king» seguía sonando, y ella no entraba en la bañera. Estará creando ambiente, pensé yo. Me entraron ganas de llamarla, pero ni siquiera sabía su nombre. Y cuando se acabó la canción, salí de la bañera y abrí la puerta sin hacer ruido, intentando averiguar qué estaba haciendo. Pero no estaba haciendo nada. Simplemente no estaba. No lo entendía. Después de un ligero reconocimiento comprobé que en el salón no faltaba nada. Bueno, no estaba ella, ni el negrito del contrabajo, ni el dinero que tenía en mi cartera� pero por lo demás, no faltaba nada. Pero hay que ser positivo en esta vida: buena música y agua caliente� ¿Qué más puede pedir un hombre? Me volví a meter en la bañera y escuché todo el disco. Luego me vestí, y sin peinarme bajé al bar de abajo, me tomé cuatro vinitos y subí de nuevo a mi casa para planchar la oreja, consciente de que el hombre es presa de su destino�. y de las mujeres.
El lunes, en el trabajo, yo era el protagonista de la jornada. Creo que a mis compañeros les hubiera gustado haber publicado en el periódico: «Daniel Gomez, 30 años, divorciado, ex alcohólico, ex empleado de Banco, ex enamorado, se liga una bella mujer en un pub ante la atenta mirada de sus amigos. La seduce y enamora en el tiempo que se tarda en freír dos huevos fritos». Si mi mujer lo leyera, no me asociaría jamás con este tipo, ni aunque pusieran mi segundo apellido y mi D.N.I.
Me acosaron a preguntas a la hora del almuerzo. Yo tan sólo les dije: «¿qué queréis que os cuente? Apagamos la luz, encendimos una vela y llenamos la bañera. Se me hizo todo muy corto. Y os puedo asegurar que cuando se fue de mi casa, ésta ya no era la misma. Era como si le faltara algo». Me miraban atónitos. Yo me reía de ellos, y de mí. Tengo la sensación de que si les hubiera contado la verdad (tampoco les mentí) se lo hubieran dicho a sus mujeres esa misma noche, haciendo un inciso en su monótona vida. Y ellos se reirían, y ellas también. Pero seguro que no les habrían dicho que les habría gustado estar en mi pellejo cuando la besaba en el pub. Ni que se fueron a casa ligeramente frustrados porque no pudieron echar una canita al aire, para demostrarse a sí mismo y a ciertas personas que aún eran alguien. Muchas veces vuelvo a poner ese disco de Sade mientras me baño, y me imagino que no estoy solo, y que hago el amor con una bella mujer. Luego me visto, me despido de ella con un beso, no apasionado, pero sincero, y no regreso a casa hasta horas más tarde, y cansado, me voy a la cama, donde encuentro una chocolatina que sabe a gloria, y huele a ella. Soñar es bonito, y además sé que eso jamás me lo podrá robar ninguna mujer.
La vida es una autopista. Los hombres somos los coches que vamos en una dirección y las mujeres los que vienen en sentido contrario. Nunca coincidimos, a no ser en el corto espacio de tiempo que pasas cuando paras en una gasolinera. El problema es que yo llevaba un montón de tiempo sin echar gasolina, y eso me estaba empezando a preocupar. Necesitaba una mujer que me llenara el depósito.
Iván tenía ganas de que sentara la cabeza, que me casara y tuviera niños. De esa manera podríamos hacer una barbacoa en su chalet algún domingo que otro. Invitaría a otros matrimonios, y allí nos separaríamos los hombres de las mujeres. Los hombres, para hablar de trabajo, sexo y fútbol, y las mujeres para hablar del trabajo que les cuesta practicar sexo con nosotros cuando hay fútbol. Iván no es un tipo demasiado original, pero es mi amigo. Creo que es la mejor persona que conozco. Se ha tirado años intentando presentarme a la mujer de mi vida (es de los que creen en los milagros).
La última chica que me presentó se llamaba Erika. Era una amiga de una prima suya. Me concertó una cita a ciegas con ella. Quedamos un sábado por la tarde en un café. Ella tenía que llevar una blusa rosa y yo camisa blanca y chaleco negro. Cuando llegué, allí estaba, sentada en una mesa, tomándose un capucchino. Era 5 años más joven que yo (le pregunté su edad), y no estaba mal; era rubia, más bien alta y delgada. No era una belleza de mujer, pero tenía unos ojos muy expresivos, muy tiernos. Pasé unas horas bastantes amenas con ella. Los fines de semana me agobian para salir, porque hay mucha gente en todos los sitios, pero tanto ella como yo decidimos evitarlos. Me gustaba, porque podíamos enlazar una conversación con otra. No me apasionaba, pero me encontraba a gusto. Ella era como esa revista del corazón que leo mientras espero que me corten el pelo. No es que me interesen demasiado, pero entretienen si estás solo. Y empezamos a salir. Es lo que suelen hacer un hombre y una mujer cuando se aburren. Luego se aburren de no aburrirse y cortan la relación esperando encontrar otra persona con quien aburrirse, no sé si más, o menos. (Esto es lo que yo llamo Literatura Subliminal). Con Erika no corté, simplemente dejamos de salir, que es diferente (aunque sea lo mismo). Nos veíamos a diario, pero un día no me llamó, ni la llamé yo, y lo mismo sucedió al día siguiente. Supongo que dejó pasar los días esperando que yo le demostrara hasta qué punto tenía interés por ella. Y se lo demostré: 7 meses mas tarde la telefoneé para pedirle un libro de Raymond Carver que era mío y estaba en su casa. No me apetecía verla, pero era un libro que me gustaba mucho y no quería desprenderme de él (aunque sólo fuera por el trabajo que me costó robarlo). Quedé con ella y nos tomamos un café … y nos fuimos a la cama. Decidimos volver a llamarnos al día siguiente: de eso hace dos años, y que yo recuerde no tengo nada más que recoger en su casa. Lo malo de esa relación era que no había química. Nos caíamos bien, y nos teníamos cariño. Pero no discutíamos nunca, ni nos peleábamos, ni nos acostábamos con otra gente, (y yo no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones).
Mi amigo Iván se marchó. Le ofrecieron un puesto de Subdirector en una sucursal del Banco en que trabajaba. Me comentó que sería una estancia de dos años, y que al cabo de ese tiempo volvería a Madrid. Al principio me llamaba semanalmente, e incluso nos carteábamos, pero después de los cinco o seis primeros meses dejó de llamarme y ni siquiera respondía a mis cartas. Yo pensé que quizás estaría demasiado ocupado y como yo también lo estaba (empecé a salir con otra chica; y con ésta más que química era dinamita lo que había) estuvimos incomunicados por algún tiempo. Pero ayer, cuando estaba en la ducha, recibí una llamada suya. Me dijo que había vuelto, y quedamos para tomar una copa. Yo había quedado con Dinamita Girl, pero la telefoneé para aplazar la cita. Más tarde, cuando estaba con Iván me llevé uno de los peores tragos de mi vida. Al principio intentaba comportarse de manera habitual, pero después de veinte minutos caí en la cuenta de que sólo hablábamos de mí, ningún comentario sobre su mujer, ni los niños, ni el piso, ni la niñera. Me quedé observándole mientras hablaba, y le pregunté:
– ¿Qué pasa?
– ¿A qué te refieres?
– Dímelo tú. Te conozco desde que tengo uso de razón. Eres mi mejor amigo, y sé que te ocurre algo.
El se calló y no dijo nada. Pidió otra copa, y tuve que sacarle las palabras con un sacacorchos. Su mujer y él estaban en trámites de divorcio. No se adaptaba a su nueva vida, y como Iván estaba todo el día trabajando, empezó a sentirse sola, y se apuntó a un gimnasio. Conoció a un hombre (se me olvidó preguntarle si era abogado) y se enrollaron. Yo no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Me sentí mal, peor incluso que si me hubiera pasado a mí. Iván no ha nacido para tener desengaños amorosos. De hecho ella es su primera novia. Pensó que era la mujer de su vida y se casaron, y sé que ahora no podrá superarlo. El no es como yo. Yo soy un cabeza loca, una persona que no podrá tener una relación estable en la vida; lo sé y lo asumo. Cada vez que conozco a una mujer siempre pienso qué es lo peor que me puede pasar con ella, y en cierta manera estoy esperándolo. A veces pienso que incluso me gusta sufrir. Pero no quiero verle sufrir a él. Lo peor de todo es que pienso que mi forma de vida es la idónea, porque si hasta un tipo tan extraordinario como Iván tiene problemas para mantener una estabilidad sentimental, ¿a qué podemos aspirar gente como yo? Mientras le oía hablar decidí que al día siguiente llamaría a mi chica para cortar con ella. Por solidaridad, diría yo. Esa noche nos emborrachamos como dos críos chicos, y acabamos en el bar que hay junto a mi casa (el mismo de siempre) tomándonos la ultima ronda. Nunca le había visto borracho (yo estaba acostumbrado a beber y más o menos controlaba la situación). Luego le subí a mi casa, le acosté en mi cama y encendí la calefacción. Me tumbé en el sofá del comedor, y puse música tranquila a bajo volumen para no despertarle. Me quedé mirando el salón, las estanterías, el televisor apagado, las cortinas, el techo. Era como si me sintiera extraño en mi propia casa, e incluso conmigo mismo. Al cabo de una hora decidí entrar en la habitación donde dormía Iván, y le observé durante tres o cuatro minutos. Y me fui de nuevo al salón, y cogí unas chocolatinas que tengo guardadas en un cajón del mueble. Después de comerme un par de ellas me quedé observando los envoltorios. Hace ya un montón de tiempo que las chocolatinas tan sólo me saben a eso, a chocolatinas. Y me consta que cuando pasa eso, tu vida es una auténtica mierda.