Por diferentes ironías que no vienen ahora al caso, a los tres meses estaban viviendo juntos. La rabia ciega y la paz habían encontrado un lugar común en el que conocerse mejor, y lo llamaron su casa. A veces me invitaba la rabia ciega para tomar unas cervezas, porque aún era demasiado pronto para que comprendiera que la paz no lo iba a entender jamás. Tampoco le molestaba, simplemente no comprendía cómo agotábamos las cervezas de la nevera leyendo a Hierro o a Brines hasta que reventábamos y nos dormíamos en el suelo, o meando en el baño, o cogiendo una cerveza más de la cocina.
A veces me despertaba a tiempo para ver como ella miraba algo en el televisor, tomando un té. Y me preguntaba que pasaría por su cabeza. Alguna vez pude acercarme y saludar. Pero nunca encontré las preguntas. Las estuve buscando casi siempre. Nunca me pareció cabreada. Nunca pareció molestarle no entender. Asumía que la gente era como era. Ese es un conocimiento de grado supremo que facilita mucho la vida, la de uno y la de los que le rodean. Sólo cuando se ha conseguido metabolizarlo, claro. No sirve con conocerlo, con saberlo. Tiene que convertirse en parte del sujeto.
Cuando me acercaba me preguntaba qué tal. Se ofrecía a darme un ibuprofeno. Yo por aquel entonces aún no radicaba la fuente de tanta amabilidad, y me hacía sentir culpable por ser yo como era. Culpable por buscar estrellarme contra todo constantemente, viendo que existía una posibilidad de no tener que hacerlo. Siempre sonreía mientras yo la miraba alucinado y Toño roncaba en el lugar de turno en el que se hubiera desnucado. Yo aceptaba el ibuprofeno irremediablemente y lo empujaba hacia dentro con los restos de cerveza desperdigados sobre la mesa. Y me volvía a dormir.