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aquiescencias

Cuando la conocí aún no era puta, y aún tardaría bastante en serlo. Entonces acababa de terminar farmacia y había encontrado trabajo en un barrio de Madrid. El primer destello se produjo en el autobús, yo no encontraba pasta para el billete e intentaba explicarle al conductor que en el momento en el que encontrase la cartera se lo pagaba, pero el tipo no quería arrancar conmigo dentro y sin mi dinero. Ella se ofreció a pagármelo, y como después me pareció complicado alejarme sólo con un «gracias» me senté a su lado. Tenía una bonita sonrisa enmarcada en un cuerpo pequeño, delicado, grácil, aún muy temprano.

– Lo lamento, de verdad -mientras seguía buscando en mis bolsillos- te juro que la llevo encima.
– Por mí no te preocupes, déjalo, ya aparecerá.
– En el fondo no me preocupo por ti… sino por mí. Como haya perdido la cartera voy a tener que renovarlo todo, llamar a los bancos para cancelar tarjetas… no me atrae la idea de pasarme la tarde pegado al teléfono hablando con voces neutras.
– Bueno, al fin y al cabo, si no te quitan el dinero no es tan malo, ¿no?
– No, no lo es.

Seguimos hablando de tontunas un rato hasta que llegó mi parada, y yo todavía andaba persiguiendo mi cartera en un par de docenas de bolsillos repletos de estupideces. Le pedí el teléfono y le prometí devolverle el dinero en cuanto todo apareciera. Y me lo dio.

Al salir del autobús me llamaron a mí al teléfono, me había dejado la cartera en la oficina de la última reunión de la mañana.

Un par de días después quede con ella para tomar un café y pagarle el billete. Nos encontramos en medio de una plaza y entramos en la primera cafetería que vimos. Ella seguía siendo recoleta y preciosa y, yo seguramente, seguía siendo el mismo tarado de siempre. Pero le hice gracia. Cosas que pasan.

Años después seguíamos hablando por teléfono, y así me fui enterando de todo a plazos. Primero se casó. Después tuvo un par de críos. Después el tipo decidió separarse de ella por el método de largarse sin hacer ruido. Después la farmacia cerró. Después no encontró más trabajo. Después estuvo limpiando, bebiendo un poco, a escondidas de los críos. Después fue a una reunión de antiguos alumnos de su facultad. Allí se sinceró con una vieja amiga que no veía desde hacía años. La amiga le contó que ella trabajaba ahora de acompañante, y que vivía bastante bien. Le dio su tarjeta. Y la cogió.

Ahora estamos tomando café en la misma cafetería de hace tiempo. Ella me pone al día de las últimas novedades, y me cuenta que no le gusta su trabajo, que le parece detestable, pero que tiene que reconocer que vive bastante bien. Antes de que pueda preverlo empieza a llorar. Encuentro un pañuelo de papel, sin uso pero mugriento, dentro de uno de mis bolsillos y se lo tiendo. Lo acepta, se seca las lágrimas.

– Si todo es tan duro y tan difícil, ¿por qué sigues viviendo?
– Por los críos. Porque todo es tan extremadamente injusto que en algún momento tiene que darse la vuelta. Porque las demás opciones nunca me han dicho nada.

Un par de horas después nos despedimos. La veo deslizarse por la acera hacia arriba. Me quedo quieto un segundo. Pienso que quizá… yo podría poner la suerte a favor. Quizá yo podría hacerlo. Quizá sería capaz. Pero como dudo, me alejo. Ya tenemos todos bastantes problemas. Doy la vuelta, enciendo un cigarro con la colilla del anterior. Me refugió en el frío de Madrid para no salir fuera, para no mirar fuera. Rebuscar en el fango de mis neuronas esa frase que me ha retorcido entero. «Porque las demás opciones nunca me han dicho nada».

Demasiada razón en tan poco espacio.

1 comentario

  1. Me ha gustado mucho este fragmento. ¿es de la novela que estás escribiendo? ¿es de alguna ya escita? que me he quedado con la intriga de cómo sigue! Un saludete

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